viernes, 30 de diciembre de 2011

Claro de luna


En larga espera he caído
Mas no tediosa ésta ha sido
Por llevar por delante siempre
A la vida que nunca miente

Pero las esperas a veces cansan
Pues esperar es comenzar a morir
Y si en la ventana las estrellas cantan
Es mejor por otros azares sufrir

Ya en el alba sumergido
Nada hay de qué temer
Ni esperar, ni creerse vencido
Pues ante la vida me las he de haber

Y en el aire, una rosa blanca que vuela
Es un instante que no espera al tiempo
Y es que eres golondrina que sueña
Ante un claro de luna que yo espero

jueves, 22 de diciembre de 2011

Sangre en la mejilla

Y eso... lo típico, la montaña rusa de las emociones... estar bien, mal, alegre, triste, animoso, melancólico... “parezco mina” dirían por ahí (yo mismo lo haría, mejor dicho). Eso tiene una sola razón... ¿Por qué soy yo tan poeta? (a lo Nietzsche)... Tan melancólico, tan etéreo, tan triste, tan gris... tan verde oscuro como mis ojos. Porque me afectan las emociones de los demás, y yo ahí, impertérrito, serio, casi frívolo... tan capricorniano... tan canceriano por dentro, por fuera, maldita sea. Tanta tierra y agua que se me escapa todo, sí, demasiado. Lunatismo. Locura. Quién me manda... Idiota... Río... no, no tiene que ver con agua... ¿o sí? Maldito zodiaco, esoterismo lunático, los fines de año siempre me hacen mal... ¿o bien? El maldito verano. Y pensar que hace un año estaba... sí, lo recuerdo. Una caminata por quién sabe dónde, horas y horas... ¿pies cansados? Para nada, las almas se aligeran con ese viento extraño del verano. Un besito tonto que me descolocó... dos niños jugando a no sé qué. Y sí, las aromáticas noches, ¿cómo olvidarlas? Parece que entre tu inspiración poética y la tuya, prefiero la tuya... ¡Ah! ¿Acertijos en la oscuridad?... sí, con ventilador, teclado y un antifaz. Sin oscuridad. El sombrero otra vez... estás loco duquecito... definitivamente... ¿y qué más da? Ya no espero nada de la vida (cuando pierdes toda fe en la esperanza y viceversa... Wi, messie Camus), es como el Cambalache todo esto ya... un buen tango, ¡vaya que lo disfrutaría! Aunque ya no sé si contigo, contigo o con todas. ¡Pero si nunca lo has bailado, hombre! ¿Y quién dijo que era necesario saber para sentir... para vivir? Mi eterno drama... una comedia, ¿un crucigrama? Una araña en la pared... ¿eras tú la otra vez? Ah, no... ¡Eras ! Tú... tu... tu... tu... ocupado. Cuelga. Hay sangre en su mejilla y no sabe por qué. Una rosa lo había besado.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El sombrero metafísico


(Habla el poeta).
¿Y qué es el amor?, nuevamente esa pregunta que me asalta en los momentos en que no pienso en ello. Siempre tan pequeño, siempre tan invisible. Así ha de ser, me dije. ¿Pero es necesario? Es justo y necesario. No, no lo es, y tampoco importa que así sea. Al parecer mi aura sólo brilla para la naturaleza, para las inquietas avecillas que me observan y trinan. Para ese gato de blancas botas y negro sombrero que una noche me preguntó: “¿Estás solo, mi buen amigo? Pues yo también, sólo mírame”. Y entonces yo asentí, porque el idioma universal no necesita de un intérprete, porque espero que tú también lo conozcas, que puedas aprenderlo al menos, como ella no pudo nunca hacerlo. Ni siquiera he podido querer, o bien, digamos, ¿a quién le importa después de todo? Soy invisible en ese sentido.
Ahí está, helo aquí, obsérvenlo: una mirada melancólica y profunda, como escudriñando los secretos del viento; un semblante jovial que esconde una sabiduría de la vida que se burla de lo empírico; una voz a veces algo grave, otras más amable, pero siempre musical; un tranquilo caminar, cuando de verdad es él quien lo hace y no sus preocupaciones; un triste y poético reflejo en su boscoso iris; un planificado alboroto en su cabellera castaña; un hilo de recuerdos en su memoria, y un collage de Cupidos en su corazón. Sí, es él: el hombre del sombrero invisible.
Un sombrero y un bastón, podrían verse a solas tirados en la acera, abandonados como su amable espíritu. Una llama, no es un fuego que queme, es una flamígera vitalidad, una pretensión de, quizás, ser lo que solamente los otros pueden ver de él: una pluma, un tintero y las líneas fluyendo junto a su estético conocimiento, a su filosofía sin palabras, a su historia sin tiempo... a su amor sin amor. El sombrero está colgado, él... alguna vez quizá deseó estarlo, pero claro, era sólo una metáfora, demasiado alegórica para ser poesía. Y entonces, resonó en su cabeza, escogida por el destino, por la voluntad de ese soporte que recibe ahora sus pensamientos y escoge los sonidos que inundan su ser: “Helena está muerta para todos”. Lo sabía, siempre lo supo... pero ahora lo oye; sí, en algún lugar, en algún momento, te veré de nuevo y te encontraré, a ti no, pero al menos a tu volátil resabio de cariño que en otra golondrina se convertirá en amor: somewhere in time, with someone like you... Mejor dejarse llevar por lo dionisíaco de la música, esa música que me arrancó la puerta de la percepción, esa música que se me olvidó, esa poesía que nunca me cantó, al oído tal vez, pero con mucha timidez: somewhere in time... ¿la amaré otra vez? ¿A ella, o a ti? ¿Al pasado o al futuro? ¿A lo que no fue o a lo incierto? El presente, sin duda soy yo, y el “yo” es siempre solitario, pero no triste ni final. ¿He amado alguna vez? Sinceramente, no lo sé... pero, esto es quizá lo que me sostiene, estos signos simbólicos: “No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar”... espero conocer alguna vez, al buen amigo que pronunció estas palabras, quizá en algún teatro del olvido celestial, o en la vuelta de la esquina, pues, ¿sabemos realmente a quién hemos de encontrar? Un sombrero, un castillo y un blasón. Ojalá fueras tú (sí, tú) conquistando mi corazón.
(Silencio).

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Llueve sobre la tinta


Tiempo, escribe la pluma
Tiempo, y la tinta se termina
Quietud, una lágrima dormida
Temblor, una lluvia marina

El tiempo se diluye sobre el papel
El amor quema hasta la piel
A lo lejos una mirada de miel
En mí sólo duele hasta la hiel

Lluvia, sin viento has de caer
Papel, como hojas de otoño has de ceder
Esta vez, la lluvia se desencadena sobre mis pies
Esta vez, esta vez... esta vez

Paraguas sobre la tinta
Truenos en mi alma
Relámpagos en mis ojos
¿Dónde está esa sonrisa distinta?
¿Detrás de un mar en calma?

Llueven lágrimas de hielo
Llueve, aquí, con desconsuelo
Llueve, en el sonido de mi voz
Un suspiro telepático con altavoz

Si supieras, que llueven lágrimas aquí
Si supieras, que tu risa extraño en mí
Si supieras, no lloraría el amor
Porque el amor sólo llora
Cuando mi corazón estalla en dos

por M.

jueves, 24 de noviembre de 2011

La muchacha del mar


En una pintura azul te conocí
O quizá era el reflejo de tu aura que imaginé así
De todos modos jamás te encontré
Y a la tierra de mis inicios tuve que volver

Sólo recuerdo tu silueta recortada por la arena
Una postal que hacía invisible el horizonte
Princesa ondeante bajo una brisa pasajera
Únicamente tu sonrisa se grabó en mi mente

Pero el mar era tu hogar y allí te quedaste
Y a ser marinero a mí me desafiaste
Pero no había nada detrás del horizonte
Sólo mi mirada que no alcanzó para encantarte

Y así, entre la bruma y las blancas aves marinas
Tu silueta se perdió, se desvaneció y ya no volvió
Como un sueño se quebró, y sólo una cosa quedó
El sonido del mar, de las gaviotas y de tu voz
          por M.

La sociedad barroca y el lenguaje de las imágenes

    
     Comprender a cabalidad los sucesos y fenómenos acontecidos entre fines del siglo XVI y comienzos del siglo XVIII es, sin duda, una ardua tarea. Pues no se trata sólo de obtener conclusiones de aquel período de tiempo, sino que de sumergirse en una época sumamente compleja, en un mundo intrincado, donde chocan diversas tendencias y abundan los conflictos. Pero, ¿es posible lograr una comprensión del Barroco si sólo se toman en cuenta los conflictos y las tendencias? Quizás sí. Pero, ¿en dónde queda lo relacionado más íntimamente con la sociedad de la época? En el presente ensayo abordaremos precisamente el tema de la sociedad como elemento fundamental para comprender mejor la época barroca. Nos internaremos en la mentalidad y estilo de vida de la nobleza, de la burguesía y de las clases populares, las que conoceremos también a través de las imágenes presentes en la cultura popular, que nos entregan valiosa información acerca de los actores de la sociedad barroca. Veremos cómo se expresa la crítica social a través del lenguaje de las imágenes y cómo éstas a la vez reflejan la contradicción propia del barroco, atrapado entre la novedad y la tradición. Pero quizá el lector se pregunte ¿cuál es el real valor de las imágenes como herramienta para comprender la sociedad barroca, sus características, sus diferencias, y su visión de conjunto? Responder a esta interrogante es justamente el propósito de las líneas siguientes.

   ¿Cómo estaba conformada la sociedad barroca? En realidad, no había cambiado mucho en relación al período anterior, al menos en el sentido de que seguía siendo una sociedad estratificada y con escasa movilidad social. Así pues, en la sociedad del Barroco encontramos, a grandes rasgos: a la nobleza o aristocracia, a la burguesía o clase media, y a las clases populares o bajo pueblo, representado por el campesinado y la plebe urbana. Pero no todo seguía siendo como en el Renacimiento, pues se estaban produciendo importantes cambios en el interior de las tres clases que acabamos de nombrar.

   El seno de la nobleza de las monarquías europeas estaba representado por el rey y su corte. Es en este espacio social donde se comienzan a configurar una serie de cambios producto de las nuevas motivaciones y tendencias, de las cuales la que tendrá mayores repercusiones será el desarrollo del lujo. El lujo es por naturaleza cortesano y aristocrático, pues nace en el contexto social de la corte y será lo que determinará el tono de la vida de la nobleza de la época, el que marcará su carácter e imagen. Los vetustos castillos y los descuidados palacios darán paso a una estética renovada imbuida del “culto al lujo”, así como también lo hará la moda, cuya figura propagadora será fundamentalmente la de la mujer. Pero también, una vez que “el culto al lujo” se ha establecido, otros actores de la sociedad querrán ostentarlo con el fin de imitar el modelo de la nobleza y de la corte del monarca. Según Werner Sombart: “Una vez que en una época determinada existe el lujo, vienen múltiples causas a colaborar a su exaltación: ambición, anhelo de ostentación, orgullo, afán de poderío; en una palabra, el deseo de figurar en primera línea, de anteponerse a los demás”.[1]

   De este modo, el lujo se propagó paulatinamente por todas las clases sociales que veían en la corte su ideal de vida. Todas las personas de posición y las gentes ricas fueron acometidas por el afán de pompa mundana que predominaba en las cortes.[2] Así pues, la aristocracia era imitada por la burguesía, por aquellos “nuevos ricos” que durante aquella época, y gracias al dinero, irán ascendiendo en la escala social hasta posicionarse al nivel de la nobleza. La imitación del modelo aristocrático es uno de los rasgos característicos de la burguesía durante el Barroco. Pero la burguesía, aunque buscara asemejarse a la nobleza, era diferente, y una de estas diferencias radicaba en la familia. Pues a diferencia de la familia aristocrática, obsesionada por el honor y el linaje, e imbuida de una virtud heroica, la familia burguesa se remitía más a la unidad nuclear, a la concepción del hogar como unidad reducida y central, como una entidad de carácter doméstico.[3] Cabe destacar además que, al encontrarse en el estrato medio de la sociedad, la burguesía temía descender en la escala social, por ello, su comportamiento debía estar de acuerdo con lo que la clase dominante esperaba de ellos y, en su mentalidad, ensalzaban un ideal de virtud y determinados valores, tales como la piedad, la sobriedad y la espontánea aceptación de responsabilidades; esto la diferenciaba de la clase baja (representada como promiscua y no virtuosa) y a la vez, cumplía con las expectativas del “buen vivir” o del “buen ciudadano”.[4]

   Al encontrarse en el medio del espectro social, la burguesía era objeto de crítica por parte de la nobleza, cuya imagen del burgués era la de alguien ridículo, de malos modales y que en general era visto con mofa y desdén. Otra imagen negativa de la burguesía era la que daba cuenta de que eran: un “grupo de trepadores sociales” y codiciosos, tal como los caracterizó Molière en su personaje Georges Dandin. Para la clase popular el burgués estaba asociado a la imagen del “jefe”.[5]

   En cuanto a la plebe urbana y campesina, su percepción del resto de la sociedad se expresa aún de forma más notoria en el lenguaje de las imágenes. La cultura popular fue fundamentalmente de carácter oral, aunque también hubo una literatura popular impresa, a la que contribuyó sobremanera la literatura novelesca.[6] Era propagada por cantantes, poetas y actores. En ella, el género de la épica tenía un rol muy importante, pues los héroes que presentaba eran modelos de virtud para la sociedad.[7] Así, la cultura popular desarrolló todo un imaginario acerca de las figuras de la sociedad barroca basado en estereotipos medievales y renacentistas. Tenemos así, cuatro tipos de imágenes correspondientes al héroe: el santo, el guerrero, el gobernante y el marginado. Los distintos prototipos podían variar y adaptarse a las nuevas circunstancias, por ejemplo, el caballero medieval se transformó en un general.[8] Estas imágenes expresaban la forma en que el bajo pueblo veía a la sociedad. La imagen del gobernante era asociada a la de reyes emblemáticos como Carlomagno o Ricardo Corazón de León y encarnaban una serie de virtudes propias de estas figuras mitificadas: como el valor, la justicia y la sabiduría. Estos modelos sirvieron para que los buenos gobernantes de la época ocuparan el lugar de aquellos estereotipos y fueran vistos como nuevos héroes populares. En general, si un monarca no contaba con estas virtudes propias de la imagen del gobernante, el rey anterior era ensalzado y se comparaban ambos reinados como forma de crítica al mal gobernante actual.

   La nobleza, para el pueblo, representaba la imagen que se identificaba con la figura del caballero, todo un héroe popular. De este modo se veían en la nobleza las características de Rolando o del Cid, cuyos valores eran el honor, la voluntad guerrera y el poder. Lo mismo sucedía con el clero, identificado con la imagen del santo, la cual muchas veces se fusionaba con la del caballero, como sucedió con la figura de San Jorge. Pero no sólo existían imágenes positivas, también existía la imagen del noble traidor o del sacerdote sin virtud.[9]

   Los marginados, como por ejemplo los bandidos, tenían para el pueblo una imagen diferente a la que tenían para el resto de la sociedad. En muchas leyendas, estos proscritos eran los encargados de enderezar todo lo que se encontraba torcido, así por ejemplo, Robin Hood robaba a los ricos para entregar el dinero a los pobres, pero no sólo eso, su figura estaba rodeada de un halo caballeresco, pues poseía virtudes propias de la imagen del héroe. Sin embargo, no todos los marginados eran vistos así. Pues la gente necesitaba figuras a las que odiar (como brujas, turcos o judíos); sobre los que desplazar la hostilidad generada por las tensiones internas de la comunidad. Necesitaban de ocasiones más o menos regulares, en las que poder expresar esta hostilidad y aliviar la tensión.[10] Y esta instancia se daba manifiestamente en el carnaval. Éste representaba una instancia donde todo lo habitualmente prohibido se permitía. Todo era posible bajo aquellas máscaras con las cuales se asistía al carnaval. Era una forma de evadirse, una “válvula de escape” por donde salía toda la tensión que la sociedad había acumulado; pero también, resultaba una forma de expresión social y una forma de expresar los descontentos. Por ello, las clases dominantes se preocupaban de mantener la tradición, como una forma de mantener tranquila a la población, pues durante el carnaval todo era permitido, los roles se cambiaban y el mundo ya no era mundo, era el mundo al revés; expresión máxima de la cultura popular durante el Barroco.

   Ahora, luego de todo lo expuesto en las líneas precedentes, es posible que el lector haya llegado a encontrar la respuesta a la pregunta inicial. Respuesta que por lo demás, radica en todo aquello que es posible descubrir mediante el lenguaje de las imágenes y la comprensión de la sociedad. De esta manera la sociedad barroca en todo su abundante imaginario nos ha entregado las claves para comprender algo que no era posible vislumbrar a simple vista. Hemos descubierto el trasfondo de un período que va más allá de las esferas del pensamiento, la religión o los conflictos políticos. Una época en la que el hombre comienza a cambiar su rumbo en la historia. Pues si bien el Barroco es aún un mundo de transición, ya se vislumbra en él, el comienzo de una época nueva, los orígenes del hombre que llegará a la edad contemporánea. El “hombre barroco”, en su búsqueda constante, en su ir y venir entre tradición y novedad, dio el impulso necesario para que en la historia apareciera “el hombre moderno”.

por M. 


[1] Sombart, Werner, Lujo y Capitalismo, Alianza Editorial, Madrid, 1979, Pág. 65.
[2] Ibid., Pág. 83.
[3] Cf. James S. Amelang, “El Burgués”, en Rosario Villari (ed.), El Hombre Barroco, Alianza Editorial, Madrid, 1992, Pág. 391.
[4] Cf. Ibid; Págs. 392 - 397.
[5] Cf. Ibid; Págs. 378, 389.
[6] Cf. Tenenti, Alberto, La Edad Moderna: siglos XVI-XVIII, editorial Crítica, Barcelona, 2000, Pág. 209.
[7] Cf. Hazard, Paul, La Crisis de la Conciencia Europea, Ediciones Pegaso, Madrid, 1945, Pág. 328.
[8] Cf. Burke, Peter, La Cultura Popular en la Edad Moderna, Alianza Editorial, Madrid, 2005, Págs. 220, 221.
[9] Cf. Ibid; Págs. 221 – 240.
[10] Cf. Ibid; Págs. 240, 242, 256.

domingo, 16 de octubre de 2011

Cosmovisiones del mundo antiguo: Idea de existencia en Oriente

           
            Intentar un recorrido a través de las culturas antiguas buscando el concepto de existencia allí presente, conduce, inevitablemente, a una exposición – que en este caso no pretende ser exhaustiva - de las religiones de dichas culturas, puesto que el pensamiento es indisociable de la religión cuando hablamos de culturas antiguas, o “culturas pre-lógicas”.

            Muchos antropólogos estructuralistas se han dedicado al estudio de las religiones y los modos de ser de las culturas antiguas, baste citar a Claude Lévi-Strauss, James Frazer o Mircea Eliade. Es precisamente una obra de este último, la Historia de las creencias religiosas, un increíble afán de describir cada una de las religiones antiguas y sus particularidades – mención aparte, por supuesto, para La Rama Dorada de James Frazer. En otro trabajo (Lo sagrado y lo profano), Eliade trata acerca de la diferencia entre estos dos conceptos. Para ello, los sitúa en el contexto de cada una de las culturas, aunque claro está, existe un modelo determinado al cual se ciñe la mayoría, por no decir todas, las culturas antiguas, puesto que responden a este “carácter estructural”.

            La importancia del mito – el cual funciona como el elemento que explica la realidad – se conjuga con la trascendencia del rito. Mito y rito son parte constituyente de la cosmovisión de las culturas antiguas, a través del rito el mito adquiere su re-significación. Es el rito el que actualiza el mito, y por tanto, sustenta y garantiza la continuidad, la renovación del mundo en la repetición arquetípica del acto cosmogónico de fundación[1].

            De lo anterior se deriva una concepción cíclica del tiempo, la cual está presente en todas las culturas prelógicas. Según esta concepción, se vive siempre en un tiempo primordial (in illo tempore), es decir, no existe una proyección temporal lineal o histórica, sino que el tiempo es esencialmente a-histórico. De aquí entonces la importancia del rito que reactualiza el acto cosmogónico de la creación, puesto que así, el mundo se re-crea constantemente, volviendo a su perfectibilidad inicial, al que tenía lugar en el tiempo primordial[2].

            Más allá de la brevedad de los argumentos recientes, podemos ahora, una vez que ya tenemos un determinado marco conceptual, entrar en lo que pudo significar la idea de existencia para las culturas antiguas. En primer lugar, como ya vimos, existe una “ley cósmica” universal que rige todo acto en la vida, puesto que todo está dispuesto según la creación, y la relación mito-rito. En este sentido, no podemos entender “existencia” de la forma que lo definimos en un comienzo, puesto que cada individuo funcionaba en función de su comunidad, por tanto, la existencia no era algo individual, sino social.

            En Oriente (India, China y Japón) la existencia humana estaba vinculada de modo completo al “eterno fluir cósmico”, sujeta a las leyes insondables del Universo. En la India, el hinduismo primitivo configuraba un mundo totalmente estructurado, que funcionaba en perfecta concordancia con el Cosmos. Las prácticas rituales – introducidas en su mayoría durante la etapa brahmánica – recreaban y repetían los modelos arquetípicos divinos, conformando así, un modus vivendi determinado y universal.

            Sin pretensión de entrar en detalles, el hinduismo concebía el mundo como una unidad absoluta, pero una “unidad de los opuestos”. Así, por ejemplo, esta polaridad se expresaba en las divinidades Vishnu y Shiva, una de carácter creador y la otra de naturaleza destructora. Tanto la creación como la destrucción eran necesarias - más bien, ambas estaban presentes siempre en la naturaleza -, era  una ley cósmica que permitía la continuidad de la vida. Brahma, el Único, era, más que una divinidad, la idea metafísica del Cosmos mismo. En “él” no es que estuviera todo, “él” lo era todo, estaba presente en todo (Mahatman: “la gran alma”) y todo estaba en “él”. La vida terrenal estaba cubierta por el velo de maya,  lo aparente y mutable, superar este velo era el camino de la liberación (moksha) y la final unidad – luego del ciclo de reencarnaciones: Samsara – con el Uno-Absoluto, la Verdad, el Origen.

            Desde esta perspectiva, en el hinduismo, la existencia humana era un curso, un camino que, bien llevado[3], conducía a la unión final con el Ser (es decir, con el Todo-Uno). La existencia estaba así determinada por la reencarnación correspondiente y, dependiendo del accionar, podía llegarse a un nivel superior – hay que agregar, que es bastante probable que estas ideas llegasen hasta Platón, producto de las influencias de Oriente en las colonias griegas de Egipto y Asia Menor. Ser suponía existir y viceversa, no había contradicción, la conciencia era un estado pasajero cuyo fin era la vuelta al Origen, a aquél estado perfecto de las cosas al momento del acto cosmogónico. La existencia del hombre estaba ligada a la ley cósmica.

            En China y Japón la existencia también estaba ligada al Cosmos, no existía una ley moral diferente para el ser humano. Lo que “era arriba” tenía que “ser abajo” y eso era ley del Universo (macrocosmos y microcosmos). El taoísmo establecía una concepción temporal “ondulante”, el tiempo era flujo. El Cosmos y los seres que de él participaban se movían a un ritmo determinado. La unidad de los opuestos estaba también representada en los principios del yin y el yang.

            La revisión de otras culturas antiguas (como las americanas, por ejemplo) no nos llevaría a conclusiones diferentes, ya que el hombre arcaico – si aceptamos las tesis y los diversos estudios antropológicos – compartía una cosmovisión similar con la presencia de ciertos elementos arquetípicos y simbólicos comunes en cuanto a su significado religioso[4].

            En resumen, no existe una idea de conciencia individual propiamente tal en estas culturas, y por ende, no podemos hablar de una idea de existencia enfocada en el sujeto. Sin embargo, como vimos, sí existe una concepción y una convicción de que se existe en tanto se participa del Cosmos y su ley, por lo tanto, podemos decir que existía una idea de existencia vital, social y universal. La existencia humana no podía disociarse del mundo, pues el hombre era parte de éste, de ahí las ideas de reciprocidad y las prácticas rituales, entre otras, que permitían un constante “rehacer el equilibrio cósmico”, un “abuenarse” con el Mundo y sus potencias.

por M. 


[1] Véase, por ejemplo: Mito y Realidad de Eliade.
[2] Un texto que aclara de modo notable esta temática es El mito del eterno retorno: arquetipos y repetición de Mircea Eliade.
[3] Para este respecto véase el Bhagavad Ghita. Importantes son en este caso los conceptos de karma y dharma (o “acción consagrada”).
[4] Es interesante aludir aquí a C. G. Jung y su teoría del inconsciente colectivo, la cual establece la presencia de elementos simbólicos de carácter universal presentes en la estructura antropológica del hombre. Así, por ejemplo, los mitos estarían sustentados en la actividad onírica, es decir, en los sueños, que es donde se manifiesta el inconsciente.

domingo, 9 de octubre de 2011

Last Night in London

Last Night in London


            Las nubes desfilan frente a la Torre del Reloj. Un capuchino se enfría sobre la mesa.

-         A coffee? Why? – me pregunta Mc Allister, sin duda sorprendido al ver el capuchino.

-         Cos’ I want it... that’s all – respondí, mirando las extrañas formas que tomaban las nubes a esa hora de la tarde.

-         Oh... well... you know what you do... I guess – soltó el escocés, un tanto malhumorado.

            Eran las cinco y treinta. Nada hacía presagiar que se avecinarían sucesos tan extraños. Después de todo, las tardes londinenses son siempre tranquilas y flemáticas.

-         Why didn’t you advice me that “Knifelover” would come here tonight? – inquirío McAllister.

-         That’s my business – respondí, mientras saboreaba el café distraídamente.

-         I’m leaving – dijo el escocés, y me dejó unas llaves sobre la mesa – Call me if you need it. Farewell!


            Me quedé solo en la mesa. Sobre mi cabeza, un letrero con sinuosas letras indicaba: “Thames Coffee”. Reí. Qué extraña ocurrencia la mía no haber pedido un té. Después de todo estaba en Inglaterra. Recordé: “Call me if you need it”... sin duda ese escocés quiso gastarme una broma. Pagué la cuenta, me levanté de la silla y me dirigí al automóvil que estaba aparcado a unas dos calles del lugar.

            La tarde se volvía tétrica. La temperatura había bajado considerablemente y la niebla había entrado sin el permiso de nadie. El coche negro estaba estacionado allí, frente al hotel. Algo parecía no estar del todo bien... algo extraño había en esa neblina.  ¿Sería acaso mi última noche en Londres?

            Me disponía a girar la llave en la cerradura cuando una mano se posó con suavidad sobre mi hombro.

            - No andarás en malos pasos... ¿o sí, mi querido Leonardo? – dijo una voz femenina a mis espaldas.

            Saqué la llave, la metí en mi bolsillo y volteé. Debí suponerlo... me dije a mí mismo. Sonreí, me arreglé el cabello y dije con tono arrogante:

-         Mis asuntos nunca son buenos o malos, simplemente son mis asuntos. No hay de qué preocuparse, Gabrielle.

-     No mientas, mon amour – espetó ella.

            La había conocido hace unos años en México mientras arreglaba unos pequeños líos en Acapulco. Gabrielle Dacourt era su nombre. Su fama de femme fatale la hacía muy conocida entre los caballeros más adinerados de los lugares que ella había frecuentado, los cuales no eran para nada pocos. Al contrario, Gabrielle, nacida en Marsella, había vivido tres años en Buenos Aires, cinco en Ciudad de México, cuatro en Milán y seis en Lisboa. Sin duda que la actividad que más había practicado en sus veintisiete años era viajar.

            Se presentaba ante mí con esa sonrisa burlona que tanto la caracterizaba, ese aire orgulloso y ese traje negro confeccionado según todos los cánones de moda parisinos. Su cabello ondulado le llegaba poco más allá de los blancos hombros, su mano, que aún se mantenía posada sobre mi hombro, conservaba aquél anillo de diamantes que tantas amarguras me ocasionó.

-         Así que en Londres... eres muy predecible en ocasiones, Leonardo – me dijo.

-         Preferiría que me llamaras Mr. O’Connor – le dije, bajando la voz.

-         Creo que ya no es necesario que utilices seudónimos, Mister De la Riva – dijo Gabrielle, sonriendo de modo triunfal – Knifelover lo sabe todo.

            En ese instante, la puerta del hotel se abrió. Un hombre alto y delgado ataviado con una gabardina negra sacó un revólver de la nada y me apuntó con gesto decidido.

            - Too late – dijo el misterioso hombre.

            Y se oyó un disparo...

            -- º --

            La habitación 129 del hotel estaba vacía, no había ningún rastro.

-         Knifelover escapó – comenté entre dientes - ¡Maldición! ¡¡Escapó!!

-         Sí... no pude evitarlo – dijo Mc Allister en su decente, pero a la vez deficiente, español.

            El escocés se había quitado la gabardina y su revólver yacía sobre la mesita de entrada, sin balas, pues la última no había dado en el blanco. Gabrielle había escapado delante de mis narices y en mi automóvil, que ahora lucía un impacto de bala sobre la puerta trasera. Mc Allister intentó desinflar el neumático delantero izquierdo para impedir que escapara, pero falló.

-         Nunca imaginé que Knifelover fuese una mujer... y menos que se tratara de Gabrielle Dacourt – dije soltando mis palabras al aire artificialmente aromatizado de la habitación.

-         Oh, that woman – soltó Mc Allister – She’s a rare beauty, but...


-         I know it – lo corté. No había tiempo para conversaciones triviales. El tiempo se acababa. Había que encontrar el paradero de Gabrielle.

            Maldita mujer, pensé. No era la primera vez que se atravesaba en mi camino. Alguna vez la había amado. La amé con pasión, y ella me correspondió. Pero eso era parte del pasado.

            Eran las ocho. La niebla había dado paso a una persistente llovizna. La persecución comenzaba.

-         To the airport – ordenó Mc Allister.

-         No – respondí fríamente – She couldn’t take that way. She’s clever... but I know her.

            Nos dirigimos hacia las afueras de la ciudad y esperamos, ocultos en la oscuridad.


            Así que había sido ella. Ella robó el valioso rubí del magnate más influyente de Londres. Gabrielle había alquilado esa habitación en el hotel, había embaucado al verdadero Knifelover, quien no pudo resistirse a sus encantos, despachándolo del hotel con las manos vacías y luego se había presentado ante mí.

            Un BMW de color blanco se estacionó cerca de nuestro escondite. Una mujer joven, cuya figura me resultaba extrañamente conocida descendió del vehículo, sacó un cigarrillo y se dispuso a esperar a alguien bajo la llovizna.

            Mi Audi negro apareció en la penumbra. Se detuvo al lado del BMW. Gabrielle bajó del auto, sonrió y se dirigió a la mujer desconocida, que ya había terminado de fumar.

-         Gracias – le dijo a la mujer del BMW.

-         No te preocupes, nuestro cómplice está aparcado cerca de aquí. Está oculto – respondió la misteriosa mujer.

            Caminaron hacia nosotros. Entonces, la mujer del BMW hizo un gesto que comprendí de inmediato. Miré a McAllister, el cual asintió con la cabeza, y en unos pocos segundos tuvimos a Gabrielle bajo control.

-         C’est fini – dije, dirigiéndome a Gabrielle con una sonrisa burlona, de esas que ella tantas veces me había dedicado.

-         Tú ganas, De la Riva – respondió ella. Y me fue imposible no apreciar su belleza. Esa malvada belleza...

            La mujer del BMW se acercó a mí. Sonrió. No sabía su nombre, pero sin duda que la conocía de alguna parte.

-         No tienes que agradecérmelo, Leonardo – dijo ella, anticipándose a mis cuerdas vocales – Lo hice por ti.

-         Hay algo que no entiendo – balbuceé.


-         No hay nada que entender – dijo ella, y me sonrió, colocando su dedo en mis labios.

            Volvimos a Londres. Mc Allister se despidió de nosotros y se llevó a Gabrielle. No había que preocuparse por ella, sin duda saldría libre en cosa de horas y volvería a hacer de las suyas en otro lugar del mundo. Yo ya había cumplido con mi trabajo de detective... o al menos en parte.

-         Parece que será nuestra primera noche en Londres – dije, mientras miraba a la chica del BMW. Algo me resultaba muy familiar en ella, pero no podía saber qué. O quizá... simplemente no había nada que comprender.

-         No lo creo – respondió ella, coqueta – Yo diría que es nuestra última noche en Londres, Leonardo. Y me tomó la mano. Nos besamos bajo la fría llovizna londinense y la noche se detuvo unos segundos a observarnos.

      “Last night in London” – pensé, mientras sonreía. Luego, en voz baja, añadí:

-    Tienes toda la razón...

            La delicada atmósfera nocturna se cubrió de un aroma de felicidad, de un perfume de amor y de una nube de recuerdos que volvían a vivir, aunque sólo fuese por aquella noche.

Por M.

jueves, 18 de agosto de 2011

Bajazor

                        
                           I

Conduzco una motocicleta de deseo
Por una autopista vertical
Que con su lujurioso seseo
Me lleve a la ciudad de las ilusiones
Ése destino final
Que hoy tienen mis intenciones

No es necesario paracaídas
Ya no hay existes, Altazor
No importa que tan lejos sea la caída
Desde la mansión del ruiseñor
Hasta tu amor que se olvida

Mejor ahora que no tenemos Dios
Pues ya no es necesario
Si no quiero decirte adiós
¿Es que no nos escondemos a diario?

Polvo de mi dios, arena de tus dioses
Anhelos que se funden tras las palabras
Imágenes no soñadas, oídos sin voces
¿Qué me importan tus dioses?
Ni siquiera el mío era algo por entonces
No hay nada más que deba decir
El camino se ilumina de luces
¿Para qué queremos dioses, Altazor?

Es cierto, no tenía corazón
Quizá era frío y altanero
Por eso nunca supe del amor
No me contradigas, Altazor
Ya no hay pasaje en mi velero
No sabías, como yo, que el amor...
¡Vaya, pues! no era tan traicionero

No me atormentes con absurdas reglas
Que la métrica no sabe reír
Y menos despertar bajo luciérnagas
He avanzado por esta autopista de marfil
Ascendiendo y ascendiendo en busca de las llamas
Que sé que están dentro de ti
Esperando el momento adecuado
Para encenderse con una mirada
No me crees, pero es así
Bajo la ciudad de ilusiones estrellada
Ya no habrá más dolor
Mi diosa bienamada

                       II

Despierto y ya no hay más que asfalto
Soñaba que volaba en una motocicleta de pasto
La ciudad de las ilusiones se oscurece poco a poco
¿Es que acaso estaré loco?
Es que tú no has visto, Altazor
La noche envuelta en llamas
Y el aroma del amor

Si ha de haber un final
Espero no sea necesario subir
Que la idea es más confusa y agria
Cuando no se origina en esta naturaleza
La que llevo para ti escondida
Escondida y lista para poner en la mesa
Junto a los manjares de tu belleza
Buscando la puerta de tu risa
Las llaves del beso
De esos ojos de cereza

No hay final aparente
Es absurdo el sentimiento
Se me escapa ya la luz
Más allá de la mente
Y sin embargo siento
Que tu presencia no se ha ido
De este corazón más de alguna vez partido

La oscuridad no hace bien a las letras
Pero a ti, Altazor, quizá te ilustre
Que es mejor a veces no seguir a la cabeza
Pues las ideas son de papel lustre
Y acá abajo está lleno de belleza

Mi motocicleta ahora es azul
Pero eso ya no importa
Pues tú comienzas a teñirte de rojo
No creas que me asusta
Ése brillo que sujetas, temblorosa
Tras esa expresión adusta
¿No conoces el amor?
Sólo obsérvate cual pétalo de rosa

                       III

La ciudad se perdió, tras la arena, se perdió
Sólo tú apareces ahora y me miras con candor
¡Ahora te apareces!
¿Es buen momento acaso?
Nunca es tarde, dice el ruiseñor
No lo sé, y no me interesa tal cosa
Pues con tu belleza, trastorno del fracaso
He logrado creer ahora en una diosa
Una diosa que detuvo al fin mi ocaso

Te he vencido, Altazor
Tú, que no creías en mí
Y te aferrabas a tu dios
Debiste haber sabido
Que el alelí no huele así
Si antes no ha bebido
De la copa del tormento
Y del vino de su voz

               IV

Finalmente he llegado
No hay luz
El tiempo se ha esfumado
Pues tu presencia se ha tragado
Todo el universo has devorado

¿Pero qué importa ya?
Ahí estás, eres la diosa que buscaba
Y luz de sobra tú derramas
¿Quién necesita tiempo y espacio?
Tu presencia es el nuevo plano cartesiano
En él vivo ahora, no hay nada más que buscar
¿Ves ahora, Altazor?
Ni siquiera el infierno me ha ganado
Sólo existe tu llama y la mía
En el frío amanecer
De unas vidas paralelas
Que se unen en la estela
De un insondable porvenir
De un continuo morir
De una estrofa muy larga
Y de un verso reflexivo
Que ha dejado el olvido
Por haber conocido el amor
Pero que no rima ni suena
Pues lejos aún está tu corazón 


por M.

lunes, 1 de agosto de 2011

Corona de risas

Ya no está esa visión extática al mediodía
Las hojas demuestran que sólo piensan en el esteticismo
A las mujeres no se les ocurre que sólo sirven a los poetas
El cielo padece de un orgulloso paroxismo
La noche se vende en moneda extranjera

La nada se pasea en su jaula
Las arenas se rebelan contra el mar
En la selva sólo crecen verbenas
Y del ocaso ya no queda ni su faz

Mirando por la ventana hay una fantasía
Una maleza tenue que compone sinfonías
El rojo cántico de una lavadora
El acero inoxidable que se queja de su brillo
La filosofía que ya no quiere pensar con un martillo

Extraña silueta alfombrada
Una pizca de azabache en su cabello
Aristocrático placer sin sentido
Proletario sentido sin placer
Loca ideología que da vida
Silogismos que de tanto hablar de la vida matan
Hechizos teóricos que morirán ayer

Opaco brillo negruzco
Solitaria música soñadora
Entre risas yo deduzco
Que la vida no pregunta por la hora
por M.

jueves, 16 de junio de 2011

El Héroe frente a la Nada

Ensayo sobre el Romanticismo 
  
"Mas vale querer la nada a no querer" - Friedrich Nietzsche
        
              El descubrimiento de la Nada como límite de la razón y de la vida en general, al quedar ésta totalmente carente de sentido, se produce durante el romanticismo - aunque ya antes se hayan vislumbrado ciertas incongruencias en cuanto al paradigma racional, las cuales fueron solucionadas con la apelación a la divinidad, tal como hizo Descartes en su teodicea. ¿Pero qué sucede cuando la idea de Dios se desvanece? ¿Qué pasa cuando las certezas se disuelven y todo aquel edificio reluciente y bello aparece ahora a punto de derrumbarse? Eso es precisamente lo que veremos a continuación.

            El romanticismo, como movimiento cultural, socavó el optimismo de la Ilustración y la esperanza que ésta había planteado en una lógica de progreso histórico conducente a la realización de los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad”. Aunque más que el romanticismo, deberíamos decir que la misma historia se encargó de esto, puesto que los ideales no acabaron por plasmarse en la realidad. Fue precisamente esta incongruencia la que vieron los románticos.

            El afán optimista ilustrado, y su pretensión de conquistar la realidad mediante las explicaciones de la razón, se disolvieron ante la incapacidad de dar respuesta a las preguntas que surgían “del otro lado de la naturaleza humana”. Así pues, se reivindicó a la parte humana vinculada con los sentimientos y el inconsciente, por sobre lo racional. La voluntad, aquello que se expresaba en la creación y el actuar humanos, tomó el lugar de la razón en las explicaciones románticas acerca de la realidad. El hecho de que la voluntad, y no la razón, fuese el requisito ontológico de la existencia humana condujo a la cristalización de dos nuevos paradigmas: la nostalgia y el nihilismo.


            La voluntad, al no ser aprehensible sino únicamente “canalizable”, se mostraba como la totalidad, la infinitud del Cosmos, en contra de la pretensión ilustrada de que se podía conocer todo lo existente a través de la razón y la ciencia[1]. Se pasó así de una concepción mecanicista de la naturaleza, que veía a ésta como una construcción geométrica perfecta y finita, a una concepción vitalista que la veía como un ser vivo en continuo desarrollo, y por ende, infinito. Un buen ejemplo de esta nueva concepción es la función que tenía el artista dentro del romanticismo.

            El artista, concebido según los parámetros ilustrados, era quien imitaba la naturaleza en sus creaciones, no pudiendo ser más que un “alquimista de la forma”, un maestro de las apariencias. Para los románticos, como Schelling, el artista era el creador par excellence, el “alquimista de las esencias”, el maestro de la verdad. El artista no imitaba la naturaleza, penetraba en ella, en su ser primordial. Sin embargo, esto no era completo, puesto que sólo podía alcanzarse una leve cercanía a la infinitud, a través del símbolo, el cual podía expresarse en la música, la pintura, o la poesía[2]. La voluntad estaba en el seno de la creación artística, por lo tanto, un poema, una obra musical y una pintura no eran parte de la subjetividad del artista, sino que eran materializaciones de la voluntad misma que, a través del artista y su acto creador, se había “hecho real”. El artista permitía la conexión de “dos mundos”.

            Retomemos ahora los paradigmas del romanticismo que mencionamos anteriormente. La nostalgia, se entiende como el anhelo de absolutez, el deseo de alcanzar la infinitud, aunque esto sea imposible. Por ello, el romántico siempre estará en permanente búsqueda, en constante crear, puesto que la existencia sólo vale en tanto se vive, se hace y se crea, es decir, en tanto se es “volición encarnada”. Así, aunque nunca se alcance la verdad, el romántico elige el camino eterno hacia la búsqueda de ésta en el mundo. Esta nostalgia es también deseo de una “edad de oro”, por ello se retoma lo medieval, los mitos y las canciones populares (y en algunos casos, también lo griego y lo renacentista[3]). En la nostalgia romántica está también la admiración por la naturaleza, el rechazo a la modernidad ilustrada, y la exaltación de la mujer como encarnación de lo bello[4].

            Lo que identificamos como segundo paradigma del romanticismo, es el nihilismo. Aquí es conveniente hacer una breve alusión conceptual con tal de que se entienda, en este caso, lo que quiero decir con un nihilismo propio del romanticismo. El nihilismo se puede definir como una actitud de vida, es decir, como una moral, y por tanto, una forma de existencia. Nihilista es aquél que no encuentra razón alguna que sustente su vida más allá de la nada misma. Es decir, el presupuesto básico de un nihilista es que la vida no tiene sentido, y por ende, nada lo tiene. Pero también es nihilista aquél, que aún sabiendo que la vida no tiene sentido, busca una forma de vivir en este mundo edificado sobre la Nada[5]. El nihilismo, como actitud vital, puede tomar varios matices: desde una concepción à la Sade, donde se justifica todo acto en función de las más potentes – y subterráneas - pasiones humanas, hasta un esteticismo radical, en donde se vive en función del arte y nada más, esto sería una concepción à la Baudelaire. Si bien los personajes que hemos mencionado como ejemplificadores de estas dos actitudes nihilistas no son propiamente (o del todo) románticos, sí corresponden a dos actitudes nihilistas propias del romanticismo como son: la del rebelde y la del artista. Sin embargo, existe aún otra actitud nihilista propia de los románticos: la del héroe trágico.

            ¿Pero cómo es que estos tres subtipos surgen del paradigma nihilista romántico? La respuesta es simple, puesto que la actitud nihilista romántica exacerba el sentimiento de estar a la deriva frente a la inconmensurabilidad de la infinitud. Al no poder tener certezas, se pierde la capacidad de fundamentar la existencia, y ésta queda expuesta, solitaria en el desierto inmenso, en frente de la Nada. Ante esto, existen varias respuestas posibles en términos de una actitud vital, dentro de las cuales he escogido – como propias del romanticismo - la del rebelde, la del artista y la del héroe trágico.

            La actitud del rebelde es bastante común durante el romanticismo y se identifica, originalmente, con la figura del revolucionario. Es así, por citar un ejemplo, como tenemos a Lord Byron embarcándose a Grecia para luchar por una causa revolucionaria. Pero además, la figura del rebelde se busca en lo popular, en contraposición a la élite. Es así como surgen héroes populares basados en el estereotipo del buen ladrón, del pirata, etcétera. En fin, de todo aquel que sea capaz de dirigir su acción en función de un ideal contestatario, opuesto a toda forma convencional, a todo orden establecido. Hay entonces un "anhelo de caos" en esta actitud del nihilista rebelde. Para él, la existencia se justifica en la lucha contra la moral establecida, la rebelión es la forma perfecta de existir pues permite el actuar, el llevar la voluntad a su máxima expresión humana. La voluntad se vuelve así destructora y redentora a la vez.

            La otra forma de reacción existencial ante el sentimiento de deriva romántico, es la vida consagrada al arte. El artista ya no es un productor de manufacturas, es un ideal de vida en sí mismo. El arte se transforma en una forma de existencia. Aparece así el genio, el excéntrico personaje que, cual Beethoven, es capaz de aparecer vestido de verde y con los cabellos alborotados en frente de toda una audiencia. La vida sólo tiene sentido como fenómeno estético, el arte es el fundamento de la vida. Esto es lo que dirán los excéntricos genios románticos[6]. También esta forma de vida del artista se expresará en una determinada manera de vestirse y conducirse en la sociedad, luciendo impresionantes trajes y conquistando mujeres por doquier[7].

            El último modus vivendi romántico, enmarcado dentro de lo que definimos como el paradigma nihilista, es el del héroe trágico. Aquí los románticos recuperan al héroe shakesperiano, a Hamlet y Romeo, quienes encarnan el ideal trágico que pasaremos a exponer. En primer lugar, cabe mencionar que utilizo esta definición de “héroe trágico”, tomando en cuenta, sobre todo, el prototipo del héroe dramático griego, como puede ser, por ejemplo, Edipo. Lo que cuenta es la oposición del héroe ante el destino, ante aquella fuerza que no puede vencer, pues es por mucho superior a él. El héroe trágico romántico se enfrenta también ante la fuerza del destino, pero no siempre su actitud termina con la aceptación de éste, sino que, en ocasiones, el héroe romántico acaba suicidándose ante la imposibilidad de ver cumplidos sus deseos (como Werther en la novela de Goethe). Así, el héroe trágico es quien se enfrenta ante aquella fuerza que se presenta como inevitable e incontenible, eligiendo resistir (aceptando el destino), o morir (suicidándose), otorgando su vida por un ideal determinado, que en la mayoría de los casos se identifica con el amor. Proseguir con una caracterización del héroe trágico romántico necesitaría de un ensayo aparte, es por ello que deberemos dejar hasta aquí la expositio de su figura como uno de los modos de vida nihilistas románticos, para centrarnos ahora en la conclusión de la idea general de este apartado.

            Como ha quedado claro luego de lo dicho en los párrafos anteriores, el romanticismo supuso una nueva forma de enfrentarse a la realidad que partió del cuestionamiento de los principios ilustrados y de la reivindicación de los sentimientos y de lo inconsciente en la vida, además de identificar, como principio ontológico fundamental, a la voluntad por sobre la razón. En relación a esto, vimos que se podían identificar dos paradigmas del romanticismo, dos formas de éste, que condicionaban determinadas maneras de existir: la actitud nostálgica y la actitud nihilista. En esta última, mencionamos tres formas de actitud vital (tres formas de reacción ante el nihilismo, pero surgidas de éste en tanto concepción de la realidad). En primer lugar, mencionamos al rebelde, en segundo lugar, al artista, y por último, al héroe trágico. Cada uno concebía una determinada forma de vivir en este mundo, cuyo fundamento nos estaba vedado, y por ende, no podía existir certeza[8]. Cada cual reaccionaba de forma propia ante lo indefinible del mundo, ante la voluntad ciega que era comparable a la Nada, en tanto no podía ser aprehendida.

            Para finalizar, podemos resumir el romanticismo en dos actitudes: una optimista y otra pesimista. La optimista se vincula con el paradigma de la nostalgia, en tanto que el hombre se embarca en una búsqueda de la verdad a través de la creación y del hacer, aún sabiendo que es imposible conocer la verdad del mundo. La actitud pesimista es aquella propia de lo que denominamos como paradigma nihilista, es decir, tiene relación con la conciencia de finitud y la visión de una fuerza hostil que se opone al hombre, el cual sólo puede chocar contra esta, no existiendo nada más allá.

            A pesar de estas diferencias en cuanto al modo de ser romántico, podemos identificar claramente un deseo común, el cual consiste en la vuelta a lo Uno primordial. Se trata entonces de encontrar la unidad de las cosas, abarcando todos los aspectos de la vida y no reduciendo la realidad a algo medible racionalmente, o explicable mediante leyes[9], sino que concibiéndola como un ser vivo, como voluntad - como movimiento puro -, ya sea una fuerza hostil y destructora, o una benigna fuerza creadora. El romanticismo significa, en el fondo, una vuelta a los ideales apolíneo y dionisíaco que pudimos ver cuando hablamos del hombre griego; es, en esencia, un renacer del espíritu trágico esquileo y de las musas de Apolo, una unidad de los opuestos entre lo bello y armónico y lo ciego y subterráneo de la vida. La aparente contradicción del movimiento romántico, dada su multiplicidad de elementos, queda refutada así mediante la unidad dual de los opuestos complementarios.



[1] Fue Fichte quien, llevando a sus últimas consecuencias los postulados kantianos, llegó a la conclusión de que la voluntad era lo que subyacía a la totalidad de las cosas. Luego sería Schopenhauer el que profundizaría en el tema de la voluntad, aduciendo que el mundo no era otra cosa que la materialización de ésta, su representación apariencial (El mundo como voluntad y representación).
[2] Sería particularmente fructífero poder desarrollar aquí el tema de la música, la poesía y la pintura románticas, pero baste por ahora con mencionarlas y prometer un futuro ensayo al respecto.
[3] Esto es patente especialmente en Nietzsche, así como también en Wagner.
[4] Es recurrente en la poesía romántica el vínculo entre la naturaleza y la mujer, un ejemplo de ello, aunque tardío, es Bécquer.
[5] Es esclarecedora, a este respecto, la diferenciación que establece Nietzsche entre “nihilismo activo” y “nihilismo pasivo”. En este caso, la actitud nihilista romántica contiene ambas acepciones, que varían según el caso.
[6] La concepción del arte como forma de vida tendrá especial eco a fines del siglo XIX y comienzos del XX con los llamados “movimientos vanguardistas”, como el simbolismo y el surrealismo, donde la figura del artista genio, del dandy y del flaneur tendrán una preponderancia bastante notoria en los círculos literarios (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, etc.).
[7] La figura del seductor no es sólo de este período, sino que trasciende las épocas. Ya existía un antecedente real (Giacomo Casanova) y uno literario (Don Juan Tenorio).
[8] Es “la muerte de Dios” que identifica Nietzsche en el aforismo 125 de La gaya scienza. Esto es, la pérdida de los fundamentos de absolutez, donde cabe también el ideal ilustrado de progreso que fue cuestionado por el romanticismo.
[9] El romanticismo, por definición, se opone a toda tendencia normativa (véase por ejemplo a F. Schlegel) – así como a toda forma vacía de convención o “rito social” - que trate de aprehender lo inasible – en su carácter de reacción antiracionalista -, la voluntad que mueve al mundo, puesto que la vida es movimiento y creación continua. Así, vemos que el rebelde, el artista y el héroe trágico no se contradicen entre sí dentro del movimiento romántico, sino que son parte de una misma tendencia – expresada en distintas formas de lo mismo - que reacciona ante lo estático y “sin vida”.

por M.