Eres la única a la que he amado.
Sí, del verbo amar, ese que tan bien tú conoces. Pero no sé si eres o fuiste,
no sé si soy o seré. Sólo hay un recuerdo, ese trocito de espejo roto que me
regalaste el día en que no te vi más. Dijiste que se te había quebrado, que era
una herencia de tu abuela, la que había vivido en Francia y que había tenido un
romance con el hijo de Albert Camus. Entonces me contaste la historia. El
espejo había pertenecido a Albert, cuando vivía en Argel y era aún un jovencito
enfermizo. Pero un buen día se te resbaló de las manos y cayó, hecho pedazos,
al igual que mi corazón, el día que me regalaste ese trozo de cristal. Dijiste
que me amabas tanto que querías compartir tus siete años de mala suerte
conmigo. No creo en supersticiones ridículas, te dije, y me miraste
extrañamente, como acostumbran a mirarme todos ahora. Y me dijiste que ya no
era el de antes, que ya no te quería, que ni siquiera podía llegar a ser un
amigo para ti. Yo me quedé callado, porque no suelo hablar innecesariamente, y
porque el silencio es un valor que la vida me ha enseñado. Esa noche me
dejaste, para siempre, según dijiste. Pero yo te dije que no, que para siempre
no podía ser, que nada era eterno, ni siquiera un adiós, ni siquiera tu adiós.
Tomaste tu cartera, esa que yo te había regalado, esa que te gustó tanto, y que
tantos besos me valió. Desapareciste entre la gente, como desaparecen la
mayoría de las cosas hoy en día, como desaparecen las vidas y las muertes, como
se traga el ruido incesante al grito de amor de un pajarito citadino. Y desde
ese momento ya no te vi más, ni a ti ni a nadie, ni siquiera a mí mismo.
Hoy se me ocurrió mirar el trocito de espejo, entonces divisé un
resplandor verdoso que se me hizo conocido. Era un ojo. Un ojo que no se
reconocía a sí mismo, un ojo apartado de su cuerpo, de su alma y de tu amor. Era un ojo solitario, solitario
y verde como un bosque del sur. Como no tenía nada más que hacer, pensé en
hablarle a aquel espejo y ver qué pasaba. Nunca he creído en nada raro, pero las
cosas cambian con el tiempo. ¿Quién eres? Le pregunté al trocito de espejo. Un
extraño, respondió el ojo. Entonces pensé que quizá aquel espejo era Camus, que
quizá él me hablaba a través de ese ojo verde. Ah, le dije, L’etranger, es evidente. Dime una cosa,
¿qué es para ti el amor? Una tarde de sol en Argel, junto al Mediterráneo azul,
respondió. ¿Solo? No. ¿Acompañado de una mujer?, pregunté. María, contestó. ¿La
Virgen? Luego de unos instantes de silencio, la voz volvió a hablar. ¿Acaso
queda en el mundo algo que permanezca puro? Hay gente que tiene fe, respondí. Y
tú, ¿tienes fe? Hace mucho que la perdí, le dije. ¿Cómo se llamaba? Dudé un
momento y contesté. Su nombre será lo único que callaré esta vez. ¿Es que acaso
tienes fe en el amor?, le dije. Tengo fe en ti, me dijo, en nosotros, en el
hombre. Hace mucho que leí tus libros, respondí. No esperes que lo recuerde
todo. ¿Qué recuerdas?, preguntó. Un adiós, le dije, un adiós demasiado largo.
Pero, ¿terminó? Sí, le dije, terminó. ¿Cómo? Con un ruido, un ruido sordo. Una
bala que mató a la eternidad. ¿Dónde está ella?, me preguntó. Se fue, le dije.
¿La amas? Nunca he dejado de hacerlo. ¿La conociste? Eso creí, al menos al
principio. Ya debes saberlo entonces, me dijo. Sí, lo sé. Es más fácil matar lo
que no se conoce. Y tú, ¿te conoces? No sé de qué hablas, le dije. ¿Ves aquél
árbol?, me dijo. Sí, respondí. Ya no queda más que una sola hoja en él. Espera
a que caiga, habló la voz. Y así lo sabrás. ¿Saber qué?, dije. Sólo el silencio
me habló entonces. Miré de nuevo, ya no había ningún ojo en el espejo. El
trocito se había vuelto opaco, y había dos letras escritas en él, pero que eran
casi imperceptibles. Entonces lo escuché, junto a lo último que me habías
dicho, y recordé. El trozo de espejo fue a parar al suelo. Miré alrededor y
contemplé el inmenso mar, coloreado de azul y espuma. El atardecer era
perfecto, sólo faltaba María. Pero una voz me interrumpió. Era la voz. Mencionó esas dos palabras cuyas
iniciales figuraban en el espejo. Entonces sólo vi paredes blancas a mí
alrededor. ¿Ves el árbol?, dijo la voz. Sí, respondí, mirando por la única
ventana que había. Pero ya no hay ninguna hoja en él.
M.