domingo, 9 de octubre de 2011

Last Night in London

Last Night in London


            Las nubes desfilan frente a la Torre del Reloj. Un capuchino se enfría sobre la mesa.

-         A coffee? Why? – me pregunta Mc Allister, sin duda sorprendido al ver el capuchino.

-         Cos’ I want it... that’s all – respondí, mirando las extrañas formas que tomaban las nubes a esa hora de la tarde.

-         Oh... well... you know what you do... I guess – soltó el escocés, un tanto malhumorado.

            Eran las cinco y treinta. Nada hacía presagiar que se avecinarían sucesos tan extraños. Después de todo, las tardes londinenses son siempre tranquilas y flemáticas.

-         Why didn’t you advice me that “Knifelover” would come here tonight? – inquirío McAllister.

-         That’s my business – respondí, mientras saboreaba el café distraídamente.

-         I’m leaving – dijo el escocés, y me dejó unas llaves sobre la mesa – Call me if you need it. Farewell!


            Me quedé solo en la mesa. Sobre mi cabeza, un letrero con sinuosas letras indicaba: “Thames Coffee”. Reí. Qué extraña ocurrencia la mía no haber pedido un té. Después de todo estaba en Inglaterra. Recordé: “Call me if you need it”... sin duda ese escocés quiso gastarme una broma. Pagué la cuenta, me levanté de la silla y me dirigí al automóvil que estaba aparcado a unas dos calles del lugar.

            La tarde se volvía tétrica. La temperatura había bajado considerablemente y la niebla había entrado sin el permiso de nadie. El coche negro estaba estacionado allí, frente al hotel. Algo parecía no estar del todo bien... algo extraño había en esa neblina.  ¿Sería acaso mi última noche en Londres?

            Me disponía a girar la llave en la cerradura cuando una mano se posó con suavidad sobre mi hombro.

            - No andarás en malos pasos... ¿o sí, mi querido Leonardo? – dijo una voz femenina a mis espaldas.

            Saqué la llave, la metí en mi bolsillo y volteé. Debí suponerlo... me dije a mí mismo. Sonreí, me arreglé el cabello y dije con tono arrogante:

-         Mis asuntos nunca son buenos o malos, simplemente son mis asuntos. No hay de qué preocuparse, Gabrielle.

-     No mientas, mon amour – espetó ella.

            La había conocido hace unos años en México mientras arreglaba unos pequeños líos en Acapulco. Gabrielle Dacourt era su nombre. Su fama de femme fatale la hacía muy conocida entre los caballeros más adinerados de los lugares que ella había frecuentado, los cuales no eran para nada pocos. Al contrario, Gabrielle, nacida en Marsella, había vivido tres años en Buenos Aires, cinco en Ciudad de México, cuatro en Milán y seis en Lisboa. Sin duda que la actividad que más había practicado en sus veintisiete años era viajar.

            Se presentaba ante mí con esa sonrisa burlona que tanto la caracterizaba, ese aire orgulloso y ese traje negro confeccionado según todos los cánones de moda parisinos. Su cabello ondulado le llegaba poco más allá de los blancos hombros, su mano, que aún se mantenía posada sobre mi hombro, conservaba aquél anillo de diamantes que tantas amarguras me ocasionó.

-         Así que en Londres... eres muy predecible en ocasiones, Leonardo – me dijo.

-         Preferiría que me llamaras Mr. O’Connor – le dije, bajando la voz.

-         Creo que ya no es necesario que utilices seudónimos, Mister De la Riva – dijo Gabrielle, sonriendo de modo triunfal – Knifelover lo sabe todo.

            En ese instante, la puerta del hotel se abrió. Un hombre alto y delgado ataviado con una gabardina negra sacó un revólver de la nada y me apuntó con gesto decidido.

            - Too late – dijo el misterioso hombre.

            Y se oyó un disparo...

            -- º --

            La habitación 129 del hotel estaba vacía, no había ningún rastro.

-         Knifelover escapó – comenté entre dientes - ¡Maldición! ¡¡Escapó!!

-         Sí... no pude evitarlo – dijo Mc Allister en su decente, pero a la vez deficiente, español.

            El escocés se había quitado la gabardina y su revólver yacía sobre la mesita de entrada, sin balas, pues la última no había dado en el blanco. Gabrielle había escapado delante de mis narices y en mi automóvil, que ahora lucía un impacto de bala sobre la puerta trasera. Mc Allister intentó desinflar el neumático delantero izquierdo para impedir que escapara, pero falló.

-         Nunca imaginé que Knifelover fuese una mujer... y menos que se tratara de Gabrielle Dacourt – dije soltando mis palabras al aire artificialmente aromatizado de la habitación.

-         Oh, that woman – soltó Mc Allister – She’s a rare beauty, but...


-         I know it – lo corté. No había tiempo para conversaciones triviales. El tiempo se acababa. Había que encontrar el paradero de Gabrielle.

            Maldita mujer, pensé. No era la primera vez que se atravesaba en mi camino. Alguna vez la había amado. La amé con pasión, y ella me correspondió. Pero eso era parte del pasado.

            Eran las ocho. La niebla había dado paso a una persistente llovizna. La persecución comenzaba.

-         To the airport – ordenó Mc Allister.

-         No – respondí fríamente – She couldn’t take that way. She’s clever... but I know her.

            Nos dirigimos hacia las afueras de la ciudad y esperamos, ocultos en la oscuridad.


            Así que había sido ella. Ella robó el valioso rubí del magnate más influyente de Londres. Gabrielle había alquilado esa habitación en el hotel, había embaucado al verdadero Knifelover, quien no pudo resistirse a sus encantos, despachándolo del hotel con las manos vacías y luego se había presentado ante mí.

            Un BMW de color blanco se estacionó cerca de nuestro escondite. Una mujer joven, cuya figura me resultaba extrañamente conocida descendió del vehículo, sacó un cigarrillo y se dispuso a esperar a alguien bajo la llovizna.

            Mi Audi negro apareció en la penumbra. Se detuvo al lado del BMW. Gabrielle bajó del auto, sonrió y se dirigió a la mujer desconocida, que ya había terminado de fumar.

-         Gracias – le dijo a la mujer del BMW.

-         No te preocupes, nuestro cómplice está aparcado cerca de aquí. Está oculto – respondió la misteriosa mujer.

            Caminaron hacia nosotros. Entonces, la mujer del BMW hizo un gesto que comprendí de inmediato. Miré a McAllister, el cual asintió con la cabeza, y en unos pocos segundos tuvimos a Gabrielle bajo control.

-         C’est fini – dije, dirigiéndome a Gabrielle con una sonrisa burlona, de esas que ella tantas veces me había dedicado.

-         Tú ganas, De la Riva – respondió ella. Y me fue imposible no apreciar su belleza. Esa malvada belleza...

            La mujer del BMW se acercó a mí. Sonrió. No sabía su nombre, pero sin duda que la conocía de alguna parte.

-         No tienes que agradecérmelo, Leonardo – dijo ella, anticipándose a mis cuerdas vocales – Lo hice por ti.

-         Hay algo que no entiendo – balbuceé.


-         No hay nada que entender – dijo ella, y me sonrió, colocando su dedo en mis labios.

            Volvimos a Londres. Mc Allister se despidió de nosotros y se llevó a Gabrielle. No había que preocuparse por ella, sin duda saldría libre en cosa de horas y volvería a hacer de las suyas en otro lugar del mundo. Yo ya había cumplido con mi trabajo de detective... o al menos en parte.

-         Parece que será nuestra primera noche en Londres – dije, mientras miraba a la chica del BMW. Algo me resultaba muy familiar en ella, pero no podía saber qué. O quizá... simplemente no había nada que comprender.

-         No lo creo – respondió ella, coqueta – Yo diría que es nuestra última noche en Londres, Leonardo. Y me tomó la mano. Nos besamos bajo la fría llovizna londinense y la noche se detuvo unos segundos a observarnos.

      “Last night in London” – pensé, mientras sonreía. Luego, en voz baja, añadí:

-    Tienes toda la razón...

            La delicada atmósfera nocturna se cubrió de un aroma de felicidad, de un perfume de amor y de una nube de recuerdos que volvían a vivir, aunque sólo fuese por aquella noche.

Por M.

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