domingo, 16 de octubre de 2011

Cosmovisiones del mundo antiguo: Idea de existencia en Oriente

           
            Intentar un recorrido a través de las culturas antiguas buscando el concepto de existencia allí presente, conduce, inevitablemente, a una exposición – que en este caso no pretende ser exhaustiva - de las religiones de dichas culturas, puesto que el pensamiento es indisociable de la religión cuando hablamos de culturas antiguas, o “culturas pre-lógicas”.

            Muchos antropólogos estructuralistas se han dedicado al estudio de las religiones y los modos de ser de las culturas antiguas, baste citar a Claude Lévi-Strauss, James Frazer o Mircea Eliade. Es precisamente una obra de este último, la Historia de las creencias religiosas, un increíble afán de describir cada una de las religiones antiguas y sus particularidades – mención aparte, por supuesto, para La Rama Dorada de James Frazer. En otro trabajo (Lo sagrado y lo profano), Eliade trata acerca de la diferencia entre estos dos conceptos. Para ello, los sitúa en el contexto de cada una de las culturas, aunque claro está, existe un modelo determinado al cual se ciñe la mayoría, por no decir todas, las culturas antiguas, puesto que responden a este “carácter estructural”.

            La importancia del mito – el cual funciona como el elemento que explica la realidad – se conjuga con la trascendencia del rito. Mito y rito son parte constituyente de la cosmovisión de las culturas antiguas, a través del rito el mito adquiere su re-significación. Es el rito el que actualiza el mito, y por tanto, sustenta y garantiza la continuidad, la renovación del mundo en la repetición arquetípica del acto cosmogónico de fundación[1].

            De lo anterior se deriva una concepción cíclica del tiempo, la cual está presente en todas las culturas prelógicas. Según esta concepción, se vive siempre en un tiempo primordial (in illo tempore), es decir, no existe una proyección temporal lineal o histórica, sino que el tiempo es esencialmente a-histórico. De aquí entonces la importancia del rito que reactualiza el acto cosmogónico de la creación, puesto que así, el mundo se re-crea constantemente, volviendo a su perfectibilidad inicial, al que tenía lugar en el tiempo primordial[2].

            Más allá de la brevedad de los argumentos recientes, podemos ahora, una vez que ya tenemos un determinado marco conceptual, entrar en lo que pudo significar la idea de existencia para las culturas antiguas. En primer lugar, como ya vimos, existe una “ley cósmica” universal que rige todo acto en la vida, puesto que todo está dispuesto según la creación, y la relación mito-rito. En este sentido, no podemos entender “existencia” de la forma que lo definimos en un comienzo, puesto que cada individuo funcionaba en función de su comunidad, por tanto, la existencia no era algo individual, sino social.

            En Oriente (India, China y Japón) la existencia humana estaba vinculada de modo completo al “eterno fluir cósmico”, sujeta a las leyes insondables del Universo. En la India, el hinduismo primitivo configuraba un mundo totalmente estructurado, que funcionaba en perfecta concordancia con el Cosmos. Las prácticas rituales – introducidas en su mayoría durante la etapa brahmánica – recreaban y repetían los modelos arquetípicos divinos, conformando así, un modus vivendi determinado y universal.

            Sin pretensión de entrar en detalles, el hinduismo concebía el mundo como una unidad absoluta, pero una “unidad de los opuestos”. Así, por ejemplo, esta polaridad se expresaba en las divinidades Vishnu y Shiva, una de carácter creador y la otra de naturaleza destructora. Tanto la creación como la destrucción eran necesarias - más bien, ambas estaban presentes siempre en la naturaleza -, era  una ley cósmica que permitía la continuidad de la vida. Brahma, el Único, era, más que una divinidad, la idea metafísica del Cosmos mismo. En “él” no es que estuviera todo, “él” lo era todo, estaba presente en todo (Mahatman: “la gran alma”) y todo estaba en “él”. La vida terrenal estaba cubierta por el velo de maya,  lo aparente y mutable, superar este velo era el camino de la liberación (moksha) y la final unidad – luego del ciclo de reencarnaciones: Samsara – con el Uno-Absoluto, la Verdad, el Origen.

            Desde esta perspectiva, en el hinduismo, la existencia humana era un curso, un camino que, bien llevado[3], conducía a la unión final con el Ser (es decir, con el Todo-Uno). La existencia estaba así determinada por la reencarnación correspondiente y, dependiendo del accionar, podía llegarse a un nivel superior – hay que agregar, que es bastante probable que estas ideas llegasen hasta Platón, producto de las influencias de Oriente en las colonias griegas de Egipto y Asia Menor. Ser suponía existir y viceversa, no había contradicción, la conciencia era un estado pasajero cuyo fin era la vuelta al Origen, a aquél estado perfecto de las cosas al momento del acto cosmogónico. La existencia del hombre estaba ligada a la ley cósmica.

            En China y Japón la existencia también estaba ligada al Cosmos, no existía una ley moral diferente para el ser humano. Lo que “era arriba” tenía que “ser abajo” y eso era ley del Universo (macrocosmos y microcosmos). El taoísmo establecía una concepción temporal “ondulante”, el tiempo era flujo. El Cosmos y los seres que de él participaban se movían a un ritmo determinado. La unidad de los opuestos estaba también representada en los principios del yin y el yang.

            La revisión de otras culturas antiguas (como las americanas, por ejemplo) no nos llevaría a conclusiones diferentes, ya que el hombre arcaico – si aceptamos las tesis y los diversos estudios antropológicos – compartía una cosmovisión similar con la presencia de ciertos elementos arquetípicos y simbólicos comunes en cuanto a su significado religioso[4].

            En resumen, no existe una idea de conciencia individual propiamente tal en estas culturas, y por ende, no podemos hablar de una idea de existencia enfocada en el sujeto. Sin embargo, como vimos, sí existe una concepción y una convicción de que se existe en tanto se participa del Cosmos y su ley, por lo tanto, podemos decir que existía una idea de existencia vital, social y universal. La existencia humana no podía disociarse del mundo, pues el hombre era parte de éste, de ahí las ideas de reciprocidad y las prácticas rituales, entre otras, que permitían un constante “rehacer el equilibrio cósmico”, un “abuenarse” con el Mundo y sus potencias.

por M. 


[1] Véase, por ejemplo: Mito y Realidad de Eliade.
[2] Un texto que aclara de modo notable esta temática es El mito del eterno retorno: arquetipos y repetición de Mircea Eliade.
[3] Para este respecto véase el Bhagavad Ghita. Importantes son en este caso los conceptos de karma y dharma (o “acción consagrada”).
[4] Es interesante aludir aquí a C. G. Jung y su teoría del inconsciente colectivo, la cual establece la presencia de elementos simbólicos de carácter universal presentes en la estructura antropológica del hombre. Así, por ejemplo, los mitos estarían sustentados en la actividad onírica, es decir, en los sueños, que es donde se manifiesta el inconsciente.

domingo, 9 de octubre de 2011

Last Night in London

Last Night in London


            Las nubes desfilan frente a la Torre del Reloj. Un capuchino se enfría sobre la mesa.

-         A coffee? Why? – me pregunta Mc Allister, sin duda sorprendido al ver el capuchino.

-         Cos’ I want it... that’s all – respondí, mirando las extrañas formas que tomaban las nubes a esa hora de la tarde.

-         Oh... well... you know what you do... I guess – soltó el escocés, un tanto malhumorado.

            Eran las cinco y treinta. Nada hacía presagiar que se avecinarían sucesos tan extraños. Después de todo, las tardes londinenses son siempre tranquilas y flemáticas.

-         Why didn’t you advice me that “Knifelover” would come here tonight? – inquirío McAllister.

-         That’s my business – respondí, mientras saboreaba el café distraídamente.

-         I’m leaving – dijo el escocés, y me dejó unas llaves sobre la mesa – Call me if you need it. Farewell!


            Me quedé solo en la mesa. Sobre mi cabeza, un letrero con sinuosas letras indicaba: “Thames Coffee”. Reí. Qué extraña ocurrencia la mía no haber pedido un té. Después de todo estaba en Inglaterra. Recordé: “Call me if you need it”... sin duda ese escocés quiso gastarme una broma. Pagué la cuenta, me levanté de la silla y me dirigí al automóvil que estaba aparcado a unas dos calles del lugar.

            La tarde se volvía tétrica. La temperatura había bajado considerablemente y la niebla había entrado sin el permiso de nadie. El coche negro estaba estacionado allí, frente al hotel. Algo parecía no estar del todo bien... algo extraño había en esa neblina.  ¿Sería acaso mi última noche en Londres?

            Me disponía a girar la llave en la cerradura cuando una mano se posó con suavidad sobre mi hombro.

            - No andarás en malos pasos... ¿o sí, mi querido Leonardo? – dijo una voz femenina a mis espaldas.

            Saqué la llave, la metí en mi bolsillo y volteé. Debí suponerlo... me dije a mí mismo. Sonreí, me arreglé el cabello y dije con tono arrogante:

-         Mis asuntos nunca son buenos o malos, simplemente son mis asuntos. No hay de qué preocuparse, Gabrielle.

-     No mientas, mon amour – espetó ella.

            La había conocido hace unos años en México mientras arreglaba unos pequeños líos en Acapulco. Gabrielle Dacourt era su nombre. Su fama de femme fatale la hacía muy conocida entre los caballeros más adinerados de los lugares que ella había frecuentado, los cuales no eran para nada pocos. Al contrario, Gabrielle, nacida en Marsella, había vivido tres años en Buenos Aires, cinco en Ciudad de México, cuatro en Milán y seis en Lisboa. Sin duda que la actividad que más había practicado en sus veintisiete años era viajar.

            Se presentaba ante mí con esa sonrisa burlona que tanto la caracterizaba, ese aire orgulloso y ese traje negro confeccionado según todos los cánones de moda parisinos. Su cabello ondulado le llegaba poco más allá de los blancos hombros, su mano, que aún se mantenía posada sobre mi hombro, conservaba aquél anillo de diamantes que tantas amarguras me ocasionó.

-         Así que en Londres... eres muy predecible en ocasiones, Leonardo – me dijo.

-         Preferiría que me llamaras Mr. O’Connor – le dije, bajando la voz.

-         Creo que ya no es necesario que utilices seudónimos, Mister De la Riva – dijo Gabrielle, sonriendo de modo triunfal – Knifelover lo sabe todo.

            En ese instante, la puerta del hotel se abrió. Un hombre alto y delgado ataviado con una gabardina negra sacó un revólver de la nada y me apuntó con gesto decidido.

            - Too late – dijo el misterioso hombre.

            Y se oyó un disparo...

            -- º --

            La habitación 129 del hotel estaba vacía, no había ningún rastro.

-         Knifelover escapó – comenté entre dientes - ¡Maldición! ¡¡Escapó!!

-         Sí... no pude evitarlo – dijo Mc Allister en su decente, pero a la vez deficiente, español.

            El escocés se había quitado la gabardina y su revólver yacía sobre la mesita de entrada, sin balas, pues la última no había dado en el blanco. Gabrielle había escapado delante de mis narices y en mi automóvil, que ahora lucía un impacto de bala sobre la puerta trasera. Mc Allister intentó desinflar el neumático delantero izquierdo para impedir que escapara, pero falló.

-         Nunca imaginé que Knifelover fuese una mujer... y menos que se tratara de Gabrielle Dacourt – dije soltando mis palabras al aire artificialmente aromatizado de la habitación.

-         Oh, that woman – soltó Mc Allister – She’s a rare beauty, but...


-         I know it – lo corté. No había tiempo para conversaciones triviales. El tiempo se acababa. Había que encontrar el paradero de Gabrielle.

            Maldita mujer, pensé. No era la primera vez que se atravesaba en mi camino. Alguna vez la había amado. La amé con pasión, y ella me correspondió. Pero eso era parte del pasado.

            Eran las ocho. La niebla había dado paso a una persistente llovizna. La persecución comenzaba.

-         To the airport – ordenó Mc Allister.

-         No – respondí fríamente – She couldn’t take that way. She’s clever... but I know her.

            Nos dirigimos hacia las afueras de la ciudad y esperamos, ocultos en la oscuridad.


            Así que había sido ella. Ella robó el valioso rubí del magnate más influyente de Londres. Gabrielle había alquilado esa habitación en el hotel, había embaucado al verdadero Knifelover, quien no pudo resistirse a sus encantos, despachándolo del hotel con las manos vacías y luego se había presentado ante mí.

            Un BMW de color blanco se estacionó cerca de nuestro escondite. Una mujer joven, cuya figura me resultaba extrañamente conocida descendió del vehículo, sacó un cigarrillo y se dispuso a esperar a alguien bajo la llovizna.

            Mi Audi negro apareció en la penumbra. Se detuvo al lado del BMW. Gabrielle bajó del auto, sonrió y se dirigió a la mujer desconocida, que ya había terminado de fumar.

-         Gracias – le dijo a la mujer del BMW.

-         No te preocupes, nuestro cómplice está aparcado cerca de aquí. Está oculto – respondió la misteriosa mujer.

            Caminaron hacia nosotros. Entonces, la mujer del BMW hizo un gesto que comprendí de inmediato. Miré a McAllister, el cual asintió con la cabeza, y en unos pocos segundos tuvimos a Gabrielle bajo control.

-         C’est fini – dije, dirigiéndome a Gabrielle con una sonrisa burlona, de esas que ella tantas veces me había dedicado.

-         Tú ganas, De la Riva – respondió ella. Y me fue imposible no apreciar su belleza. Esa malvada belleza...

            La mujer del BMW se acercó a mí. Sonrió. No sabía su nombre, pero sin duda que la conocía de alguna parte.

-         No tienes que agradecérmelo, Leonardo – dijo ella, anticipándose a mis cuerdas vocales – Lo hice por ti.

-         Hay algo que no entiendo – balbuceé.


-         No hay nada que entender – dijo ella, y me sonrió, colocando su dedo en mis labios.

            Volvimos a Londres. Mc Allister se despidió de nosotros y se llevó a Gabrielle. No había que preocuparse por ella, sin duda saldría libre en cosa de horas y volvería a hacer de las suyas en otro lugar del mundo. Yo ya había cumplido con mi trabajo de detective... o al menos en parte.

-         Parece que será nuestra primera noche en Londres – dije, mientras miraba a la chica del BMW. Algo me resultaba muy familiar en ella, pero no podía saber qué. O quizá... simplemente no había nada que comprender.

-         No lo creo – respondió ella, coqueta – Yo diría que es nuestra última noche en Londres, Leonardo. Y me tomó la mano. Nos besamos bajo la fría llovizna londinense y la noche se detuvo unos segundos a observarnos.

      “Last night in London” – pensé, mientras sonreía. Luego, en voz baja, añadí:

-    Tienes toda la razón...

            La delicada atmósfera nocturna se cubrió de un aroma de felicidad, de un perfume de amor y de una nube de recuerdos que volvían a vivir, aunque sólo fuese por aquella noche.

Por M.