Intentar un recorrido a través de las culturas antiguas buscando el concepto de existencia allí presente, conduce, inevitablemente, a una exposición – que en este caso no pretende ser exhaustiva - de las religiones de dichas culturas, puesto que el pensamiento es indisociable de la religión cuando hablamos de culturas antiguas, o “culturas pre-lógicas”.
Muchos antropólogos estructuralistas se han dedicado al estudio de las religiones y los modos de ser de las culturas antiguas, baste citar a Claude Lévi-Strauss, James Frazer o Mircea Eliade. Es precisamente una obra de este último, la Historia de las creencias religiosas, un increíble afán de describir cada una de las religiones antiguas y sus particularidades – mención aparte, por supuesto, para La Rama Dorada de James Frazer. En otro trabajo (Lo sagrado y lo profano), Eliade trata acerca de la diferencia entre estos dos conceptos. Para ello, los sitúa en el contexto de cada una de las culturas, aunque claro está, existe un modelo determinado al cual se ciñe la mayoría, por no decir todas, las culturas antiguas, puesto que responden a este “carácter estructural”.
La importancia del mito – el cual funciona como el elemento que explica la realidad – se conjuga con la trascendencia del rito. Mito y rito son parte constituyente de la cosmovisión de las culturas antiguas, a través del rito el mito adquiere su re-significación. Es el rito el que actualiza el mito, y por tanto, sustenta y garantiza la continuidad, la renovación del mundo en la repetición arquetípica del acto cosmogónico de fundación[1].
De lo anterior se deriva una concepción cíclica del tiempo, la cual está presente en todas las culturas prelógicas. Según esta concepción, se vive siempre en un tiempo primordial (in illo tempore), es decir, no existe una proyección temporal lineal o histórica, sino que el tiempo es esencialmente a-histórico. De aquí entonces la importancia del rito que reactualiza el acto cosmogónico de la creación, puesto que así, el mundo se re-crea constantemente, volviendo a su perfectibilidad inicial, al que tenía lugar en el tiempo primordial[2].
Más allá de la brevedad de los argumentos recientes, podemos ahora, una vez que ya tenemos un determinado marco conceptual, entrar en lo que pudo significar la idea de existencia para las culturas antiguas. En primer lugar, como ya vimos, existe una “ley cósmica” universal que rige todo acto en la vida, puesto que todo está dispuesto según la creación, y la relación mito-rito. En este sentido, no podemos entender “existencia” de la forma que lo definimos en un comienzo, puesto que cada individuo funcionaba en función de su comunidad, por tanto, la existencia no era algo individual, sino social.
En Oriente (India, China y Japón) la existencia humana estaba vinculada de modo completo al “eterno fluir cósmico”, sujeta a las leyes insondables del Universo. En la India, el hinduismo primitivo configuraba un mundo totalmente estructurado, que funcionaba en perfecta concordancia con el Cosmos. Las prácticas rituales – introducidas en su mayoría durante la etapa brahmánica – recreaban y repetían los modelos arquetípicos divinos, conformando así, un modus vivendi determinado y universal.
Sin pretensión de entrar en detalles, el hinduismo concebía el mundo como una unidad absoluta, pero una “unidad de los opuestos”. Así, por ejemplo, esta polaridad se expresaba en las divinidades Vishnu y Shiva, una de carácter creador y la otra de naturaleza destructora. Tanto la creación como la destrucción eran necesarias - más bien, ambas estaban presentes siempre en la naturaleza -, era una ley cósmica que permitía la continuidad de la vida. Brahma, el Único, era, más que una divinidad, la idea metafísica del Cosmos mismo. En “él” no es que estuviera todo, “él” lo era todo, estaba presente en todo (Mahatman: “la gran alma”) y todo estaba en “él”. La vida terrenal estaba cubierta por el velo de maya, lo aparente y mutable, superar este velo era el camino de la liberación (moksha) y la final unidad – luego del ciclo de reencarnaciones: Samsara – con el Uno-Absoluto, la Verdad, el Origen.
Desde esta perspectiva, en el hinduismo, la existencia humana era un curso, un camino que, bien llevado[3], conducía a la unión final con el Ser (es decir, con el Todo-Uno). La existencia estaba así determinada por la reencarnación correspondiente y, dependiendo del accionar, podía llegarse a un nivel superior – hay que agregar, que es bastante probable que estas ideas llegasen hasta Platón, producto de las influencias de Oriente en las colonias griegas de Egipto y Asia Menor. Ser suponía existir y viceversa, no había contradicción, la conciencia era un estado pasajero cuyo fin era la vuelta al Origen, a aquél estado perfecto de las cosas al momento del acto cosmogónico. La existencia del hombre estaba ligada a la ley cósmica.
En China y Japón la existencia también estaba ligada al Cosmos, no existía una ley moral diferente para el ser humano. Lo que “era arriba” tenía que “ser abajo” y eso era ley del Universo (macrocosmos y microcosmos). El taoísmo establecía una concepción temporal “ondulante”, el tiempo era flujo. El Cosmos y los seres que de él participaban se movían a un ritmo determinado. La unidad de los opuestos estaba también representada en los principios del yin y el yang.
La revisión de otras culturas antiguas (como las americanas, por ejemplo) no nos llevaría a conclusiones diferentes, ya que el hombre arcaico – si aceptamos las tesis y los diversos estudios antropológicos – compartía una cosmovisión similar con la presencia de ciertos elementos arquetípicos y simbólicos comunes en cuanto a su significado religioso[4].
En resumen, no existe una idea de conciencia individual propiamente tal en estas culturas, y por ende, no podemos hablar de una idea de existencia enfocada en el sujeto. Sin embargo, como vimos, sí existe una concepción y una convicción de que se existe en tanto se participa del Cosmos y su ley, por lo tanto, podemos decir que existía una idea de existencia vital, social y universal. La existencia humana no podía disociarse del mundo, pues el hombre era parte de éste, de ahí las ideas de reciprocidad y las prácticas rituales, entre otras, que permitían un constante “rehacer el equilibrio cósmico”, un “abuenarse” con el Mundo y sus potencias.
por M.
[1] Véase, por ejemplo: Mito y Realidad de Eliade.
[2] Un texto que aclara de modo notable esta temática es El mito del eterno retorno: arquetipos y repetición de Mircea Eliade.
[3] Para este respecto véase el Bhagavad Ghita. Importantes son en este caso los conceptos de karma y dharma (o “acción consagrada”).
[4] Es interesante aludir aquí a C. G. Jung y su teoría del inconsciente colectivo, la cual establece la presencia de elementos simbólicos de carácter universal presentes en la estructura antropológica del hombre. Así, por ejemplo, los mitos estarían sustentados en la actividad onírica, es decir, en los sueños, que es donde se manifiesta el inconsciente.