jueves, 16 de junio de 2011

El Héroe frente a la Nada

Ensayo sobre el Romanticismo 
  
"Mas vale querer la nada a no querer" - Friedrich Nietzsche
        
              El descubrimiento de la Nada como límite de la razón y de la vida en general, al quedar ésta totalmente carente de sentido, se produce durante el romanticismo - aunque ya antes se hayan vislumbrado ciertas incongruencias en cuanto al paradigma racional, las cuales fueron solucionadas con la apelación a la divinidad, tal como hizo Descartes en su teodicea. ¿Pero qué sucede cuando la idea de Dios se desvanece? ¿Qué pasa cuando las certezas se disuelven y todo aquel edificio reluciente y bello aparece ahora a punto de derrumbarse? Eso es precisamente lo que veremos a continuación.

            El romanticismo, como movimiento cultural, socavó el optimismo de la Ilustración y la esperanza que ésta había planteado en una lógica de progreso histórico conducente a la realización de los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad”. Aunque más que el romanticismo, deberíamos decir que la misma historia se encargó de esto, puesto que los ideales no acabaron por plasmarse en la realidad. Fue precisamente esta incongruencia la que vieron los románticos.

            El afán optimista ilustrado, y su pretensión de conquistar la realidad mediante las explicaciones de la razón, se disolvieron ante la incapacidad de dar respuesta a las preguntas que surgían “del otro lado de la naturaleza humana”. Así pues, se reivindicó a la parte humana vinculada con los sentimientos y el inconsciente, por sobre lo racional. La voluntad, aquello que se expresaba en la creación y el actuar humanos, tomó el lugar de la razón en las explicaciones románticas acerca de la realidad. El hecho de que la voluntad, y no la razón, fuese el requisito ontológico de la existencia humana condujo a la cristalización de dos nuevos paradigmas: la nostalgia y el nihilismo.


            La voluntad, al no ser aprehensible sino únicamente “canalizable”, se mostraba como la totalidad, la infinitud del Cosmos, en contra de la pretensión ilustrada de que se podía conocer todo lo existente a través de la razón y la ciencia[1]. Se pasó así de una concepción mecanicista de la naturaleza, que veía a ésta como una construcción geométrica perfecta y finita, a una concepción vitalista que la veía como un ser vivo en continuo desarrollo, y por ende, infinito. Un buen ejemplo de esta nueva concepción es la función que tenía el artista dentro del romanticismo.

            El artista, concebido según los parámetros ilustrados, era quien imitaba la naturaleza en sus creaciones, no pudiendo ser más que un “alquimista de la forma”, un maestro de las apariencias. Para los románticos, como Schelling, el artista era el creador par excellence, el “alquimista de las esencias”, el maestro de la verdad. El artista no imitaba la naturaleza, penetraba en ella, en su ser primordial. Sin embargo, esto no era completo, puesto que sólo podía alcanzarse una leve cercanía a la infinitud, a través del símbolo, el cual podía expresarse en la música, la pintura, o la poesía[2]. La voluntad estaba en el seno de la creación artística, por lo tanto, un poema, una obra musical y una pintura no eran parte de la subjetividad del artista, sino que eran materializaciones de la voluntad misma que, a través del artista y su acto creador, se había “hecho real”. El artista permitía la conexión de “dos mundos”.

            Retomemos ahora los paradigmas del romanticismo que mencionamos anteriormente. La nostalgia, se entiende como el anhelo de absolutez, el deseo de alcanzar la infinitud, aunque esto sea imposible. Por ello, el romántico siempre estará en permanente búsqueda, en constante crear, puesto que la existencia sólo vale en tanto se vive, se hace y se crea, es decir, en tanto se es “volición encarnada”. Así, aunque nunca se alcance la verdad, el romántico elige el camino eterno hacia la búsqueda de ésta en el mundo. Esta nostalgia es también deseo de una “edad de oro”, por ello se retoma lo medieval, los mitos y las canciones populares (y en algunos casos, también lo griego y lo renacentista[3]). En la nostalgia romántica está también la admiración por la naturaleza, el rechazo a la modernidad ilustrada, y la exaltación de la mujer como encarnación de lo bello[4].

            Lo que identificamos como segundo paradigma del romanticismo, es el nihilismo. Aquí es conveniente hacer una breve alusión conceptual con tal de que se entienda, en este caso, lo que quiero decir con un nihilismo propio del romanticismo. El nihilismo se puede definir como una actitud de vida, es decir, como una moral, y por tanto, una forma de existencia. Nihilista es aquél que no encuentra razón alguna que sustente su vida más allá de la nada misma. Es decir, el presupuesto básico de un nihilista es que la vida no tiene sentido, y por ende, nada lo tiene. Pero también es nihilista aquél, que aún sabiendo que la vida no tiene sentido, busca una forma de vivir en este mundo edificado sobre la Nada[5]. El nihilismo, como actitud vital, puede tomar varios matices: desde una concepción à la Sade, donde se justifica todo acto en función de las más potentes – y subterráneas - pasiones humanas, hasta un esteticismo radical, en donde se vive en función del arte y nada más, esto sería una concepción à la Baudelaire. Si bien los personajes que hemos mencionado como ejemplificadores de estas dos actitudes nihilistas no son propiamente (o del todo) románticos, sí corresponden a dos actitudes nihilistas propias del romanticismo como son: la del rebelde y la del artista. Sin embargo, existe aún otra actitud nihilista propia de los románticos: la del héroe trágico.

            ¿Pero cómo es que estos tres subtipos surgen del paradigma nihilista romántico? La respuesta es simple, puesto que la actitud nihilista romántica exacerba el sentimiento de estar a la deriva frente a la inconmensurabilidad de la infinitud. Al no poder tener certezas, se pierde la capacidad de fundamentar la existencia, y ésta queda expuesta, solitaria en el desierto inmenso, en frente de la Nada. Ante esto, existen varias respuestas posibles en términos de una actitud vital, dentro de las cuales he escogido – como propias del romanticismo - la del rebelde, la del artista y la del héroe trágico.

            La actitud del rebelde es bastante común durante el romanticismo y se identifica, originalmente, con la figura del revolucionario. Es así, por citar un ejemplo, como tenemos a Lord Byron embarcándose a Grecia para luchar por una causa revolucionaria. Pero además, la figura del rebelde se busca en lo popular, en contraposición a la élite. Es así como surgen héroes populares basados en el estereotipo del buen ladrón, del pirata, etcétera. En fin, de todo aquel que sea capaz de dirigir su acción en función de un ideal contestatario, opuesto a toda forma convencional, a todo orden establecido. Hay entonces un "anhelo de caos" en esta actitud del nihilista rebelde. Para él, la existencia se justifica en la lucha contra la moral establecida, la rebelión es la forma perfecta de existir pues permite el actuar, el llevar la voluntad a su máxima expresión humana. La voluntad se vuelve así destructora y redentora a la vez.

            La otra forma de reacción existencial ante el sentimiento de deriva romántico, es la vida consagrada al arte. El artista ya no es un productor de manufacturas, es un ideal de vida en sí mismo. El arte se transforma en una forma de existencia. Aparece así el genio, el excéntrico personaje que, cual Beethoven, es capaz de aparecer vestido de verde y con los cabellos alborotados en frente de toda una audiencia. La vida sólo tiene sentido como fenómeno estético, el arte es el fundamento de la vida. Esto es lo que dirán los excéntricos genios románticos[6]. También esta forma de vida del artista se expresará en una determinada manera de vestirse y conducirse en la sociedad, luciendo impresionantes trajes y conquistando mujeres por doquier[7].

            El último modus vivendi romántico, enmarcado dentro de lo que definimos como el paradigma nihilista, es el del héroe trágico. Aquí los románticos recuperan al héroe shakesperiano, a Hamlet y Romeo, quienes encarnan el ideal trágico que pasaremos a exponer. En primer lugar, cabe mencionar que utilizo esta definición de “héroe trágico”, tomando en cuenta, sobre todo, el prototipo del héroe dramático griego, como puede ser, por ejemplo, Edipo. Lo que cuenta es la oposición del héroe ante el destino, ante aquella fuerza que no puede vencer, pues es por mucho superior a él. El héroe trágico romántico se enfrenta también ante la fuerza del destino, pero no siempre su actitud termina con la aceptación de éste, sino que, en ocasiones, el héroe romántico acaba suicidándose ante la imposibilidad de ver cumplidos sus deseos (como Werther en la novela de Goethe). Así, el héroe trágico es quien se enfrenta ante aquella fuerza que se presenta como inevitable e incontenible, eligiendo resistir (aceptando el destino), o morir (suicidándose), otorgando su vida por un ideal determinado, que en la mayoría de los casos se identifica con el amor. Proseguir con una caracterización del héroe trágico romántico necesitaría de un ensayo aparte, es por ello que deberemos dejar hasta aquí la expositio de su figura como uno de los modos de vida nihilistas románticos, para centrarnos ahora en la conclusión de la idea general de este apartado.

            Como ha quedado claro luego de lo dicho en los párrafos anteriores, el romanticismo supuso una nueva forma de enfrentarse a la realidad que partió del cuestionamiento de los principios ilustrados y de la reivindicación de los sentimientos y de lo inconsciente en la vida, además de identificar, como principio ontológico fundamental, a la voluntad por sobre la razón. En relación a esto, vimos que se podían identificar dos paradigmas del romanticismo, dos formas de éste, que condicionaban determinadas maneras de existir: la actitud nostálgica y la actitud nihilista. En esta última, mencionamos tres formas de actitud vital (tres formas de reacción ante el nihilismo, pero surgidas de éste en tanto concepción de la realidad). En primer lugar, mencionamos al rebelde, en segundo lugar, al artista, y por último, al héroe trágico. Cada uno concebía una determinada forma de vivir en este mundo, cuyo fundamento nos estaba vedado, y por ende, no podía existir certeza[8]. Cada cual reaccionaba de forma propia ante lo indefinible del mundo, ante la voluntad ciega que era comparable a la Nada, en tanto no podía ser aprehendida.

            Para finalizar, podemos resumir el romanticismo en dos actitudes: una optimista y otra pesimista. La optimista se vincula con el paradigma de la nostalgia, en tanto que el hombre se embarca en una búsqueda de la verdad a través de la creación y del hacer, aún sabiendo que es imposible conocer la verdad del mundo. La actitud pesimista es aquella propia de lo que denominamos como paradigma nihilista, es decir, tiene relación con la conciencia de finitud y la visión de una fuerza hostil que se opone al hombre, el cual sólo puede chocar contra esta, no existiendo nada más allá.

            A pesar de estas diferencias en cuanto al modo de ser romántico, podemos identificar claramente un deseo común, el cual consiste en la vuelta a lo Uno primordial. Se trata entonces de encontrar la unidad de las cosas, abarcando todos los aspectos de la vida y no reduciendo la realidad a algo medible racionalmente, o explicable mediante leyes[9], sino que concibiéndola como un ser vivo, como voluntad - como movimiento puro -, ya sea una fuerza hostil y destructora, o una benigna fuerza creadora. El romanticismo significa, en el fondo, una vuelta a los ideales apolíneo y dionisíaco que pudimos ver cuando hablamos del hombre griego; es, en esencia, un renacer del espíritu trágico esquileo y de las musas de Apolo, una unidad de los opuestos entre lo bello y armónico y lo ciego y subterráneo de la vida. La aparente contradicción del movimiento romántico, dada su multiplicidad de elementos, queda refutada así mediante la unidad dual de los opuestos complementarios.



[1] Fue Fichte quien, llevando a sus últimas consecuencias los postulados kantianos, llegó a la conclusión de que la voluntad era lo que subyacía a la totalidad de las cosas. Luego sería Schopenhauer el que profundizaría en el tema de la voluntad, aduciendo que el mundo no era otra cosa que la materialización de ésta, su representación apariencial (El mundo como voluntad y representación).
[2] Sería particularmente fructífero poder desarrollar aquí el tema de la música, la poesía y la pintura románticas, pero baste por ahora con mencionarlas y prometer un futuro ensayo al respecto.
[3] Esto es patente especialmente en Nietzsche, así como también en Wagner.
[4] Es recurrente en la poesía romántica el vínculo entre la naturaleza y la mujer, un ejemplo de ello, aunque tardío, es Bécquer.
[5] Es esclarecedora, a este respecto, la diferenciación que establece Nietzsche entre “nihilismo activo” y “nihilismo pasivo”. En este caso, la actitud nihilista romántica contiene ambas acepciones, que varían según el caso.
[6] La concepción del arte como forma de vida tendrá especial eco a fines del siglo XIX y comienzos del XX con los llamados “movimientos vanguardistas”, como el simbolismo y el surrealismo, donde la figura del artista genio, del dandy y del flaneur tendrán una preponderancia bastante notoria en los círculos literarios (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, etc.).
[7] La figura del seductor no es sólo de este período, sino que trasciende las épocas. Ya existía un antecedente real (Giacomo Casanova) y uno literario (Don Juan Tenorio).
[8] Es “la muerte de Dios” que identifica Nietzsche en el aforismo 125 de La gaya scienza. Esto es, la pérdida de los fundamentos de absolutez, donde cabe también el ideal ilustrado de progreso que fue cuestionado por el romanticismo.
[9] El romanticismo, por definición, se opone a toda tendencia normativa (véase por ejemplo a F. Schlegel) – así como a toda forma vacía de convención o “rito social” - que trate de aprehender lo inasible – en su carácter de reacción antiracionalista -, la voluntad que mueve al mundo, puesto que la vida es movimiento y creación continua. Así, vemos que el rebelde, el artista y el héroe trágico no se contradicen entre sí dentro del movimiento romántico, sino que son parte de una misma tendencia – expresada en distintas formas de lo mismo - que reacciona ante lo estático y “sin vida”.

por M.

martes, 14 de junio de 2011

La mujer del vestido rojo

"El amor es el suspiro del tiempo. Fugacidad eterna de la finitud"            
    Una extraña atmósfera envolvía aquella noche de invierno. La niebla era espesa, y los faroles parecían fuegos fatuos señalando una calle lúgubre y tenebrosa. Nada más era visible en el manto de ébano nocturno. Sólo una imaginación lo suficientemente intensa como para traspasar el velo espeso de la oscura niebla hubiese podido ver algo más que el pálido brillo de las luces.


     Cerré la cortina de mi dormitorio y me volteé. Allí estaba mi cama, mi escritorio, todo en orden, tal como lo había dejado el día anterior. Sin embargo algo parecía faltar. ¿Qué era? No podía recordarlo. La noche anterior había bebido demasiado, o eso creía. Casi sin darme cuenta me encontré recordando aquellos ojos que me llevaron a comportarme tan extrañamente en ese momento. No podía recordar nada de aquellos ojos, sólo sabía que expresaban una inquietante y a la vez irresistible profundidad. Era la mujer más hermosa y misteriosa que hubiese visto jamás. Pero no podía recordar su nombre. Era tan poco lo que podía recordar de aquella noche que me parecía que todo había sido un sueño.


     De pronto un ruido en la planta baja me sacó de mi ensoñación. Alguien tocaba la puerta. ¿Quién podría ser a esas horas? Tomé el viejo sable que colgaba del muro del comedor, herencia de mi abuelo, y única arma de defensa con la que contaba, y abrí la puerta. Un oficial de policía se identificó al instante mostrando su placa.

-         Soy el comisario Ibáñez – dijo, dándole un vistazo al filo del sable – Necesito conversar con usted.
-         Está bien – respondí, mientras volvía a colgar el sable en la pared – pase.


     El comisario era un hombre de unos cincuenta y cinco años, canoso, y con un semblante serio que le otorgaba un aire de autoridad. Se sentó ceremoniosamente y me dijo:

-         ¿Es primera vez que habla con un policía en su casa?
-         La verdad no, mi abuelo era policía – le respondí – Pero sí, es la primera vez que uno de ellos me interroga en mi casa.
-         Ya veo. Mire, señor…
-         Benítez. Alberto Benítez – contesté
-       Señor Benítez, bien – dijo el comisario, y sacó un cigarrillo de su chaqueta – He venido por un pequeño asunto. Esta tarde un hombre me habló acerca de una fiesta que tuvo lugar anoche y me dijo que una mujer había desaparecido. Y la última persona con la que la vio fue con usted. ¿Sabe qué fue de ella?
-         Mmm… - no sabía qué responder, la verdad no recordaba casi nada – No lo sé, señor Ibáñez – dije.
-         ¿Estaba usted ebrio, señor Benítez?
-      Sí – respondí sinceramente – Pero la verdad es extraño, pues no bebí tanto como para no acordarme de nada.
-        Mire, don Alberto, le propongo algo. Vendré mañana en la mañana y retomaremos la conversación. ¿Le parece?
-        Ningún problema – fue lo único que atiné a decir.

     El señor Ibáñez abrió la puerta y salió al tiempo que terminaba su cigarrillo y lo apagaba pisándolo sobre la vereda. Cerré la puerta y volví al sillón. Trataba de recordar… ¿Qué había sido lo que hice esa noche? Sólo veía en mi mente una mujer muy hermosa con un vestido rojo, su cabello era... Y sus ojos… No sabría cómo describir aquellos ojos. Me absorbieron, penetré dentro de ellos, y me sentí girando en un túnel interminable.

     Me encontré en un gran salón donde bailaban varias parejas al son de una extraña melodía. Pero había algo extraño en ese salón. Parecía como si fuera un salón de un palacio de otros tiempos. Observé a las personas, lucían trajes que sólo había visto en las pinturas que representaban la época barroca. ¿Qué era todo aquel extraño sueño? Sin embargo no podía despertar, pues estaba totalmente despierto, caminando por el extenso salón, entre las parejas que bailaban.

     Nadie parecía percatarse de mi presencia. Me dirigí a la entrada del salón. Tras una puerta en forma de arco se alzaban unas escalinatas. No era la entrada, era el paso hacia otra habitación. Caminé y subí las escalinatas. Otro salón apareció ahí delante, pero éste era mucho más magnífico que el anterior. De pronto, unos ligeros pasos llamaron mi atención. No podía ser. Era la mujer del vestido rojo. Me miró y le devolví la mirada, sus ojos me llamaban, no podía resistirme. La besé. Me apartó suavemente y me dijo que la siguiera.

     Me llevó por otros pasadizos similares al que había atravesado antes de verla. Llegamos a una extraña habitación en nada parecida al resto. Estaba mal iluminada, descuidada y sucia. Me detuve. “Sígueme” - dijo ella - y abrió una pequeña puerta lateral. La seguí. La puerta conducía a una habitación pequeña y más oscura que la anterior. Entré, y lo que vi allí me heló la sangre. Ella había desaparecido, y en su lugar, había un horrible cadáver mutilado. Era una mujer.

     Desperté excitadísimo. Sudaba. La luz del sol entraba por la ventana y un haz de luz me daba en la cara. “Fue sólo un sueño” me dije a mí mismo, tranquilizándome. Entonces recordé que el comisario había dicho que vendría a terminar la conversación en la mañana. ¿Pero qué podría decirle si aún no recordaba lo sucedido?

     Tocaron a la puerta. Abrí. Pero no era el comisario, era un hombre que no conocía, y que, sin embargo, me resultaba sumamente familiar.

-      Buenos días – saludé – ¿Qué se le ofrece?
-      Buenos días, Alberto – contestó el extraño, que increíblemente conocía mi nombre, pero… ¿Cómo? – Vengo para decirte que  han encontrado el cuerpo de la mujer, es necesario que me acompañes. Soy amigo del comisario Ibáñez, no sé si me recuerdes, discutiste conmigo la noche de la fiesta, estabas con ella. Y luego mencionó su nombre en voz baja.

     No podía creerlo. Al fin lo sabía... Así que ese era el nombre de la mujer de los ojos misteriosos. Y ahora me decían que estaba muerta, y que el último que había estado con ella había sido yo. Pero, ¿cómo es que no recordaba nada? Y sin embargo ese hombre me parecía conocido.

-         Está bien – respondí – Iré.
-        Muy bien. Vamos. Pero antes – dijo el extraño – déjeme presentarme. Mi nombre es Pedro. Pedro Salamanca.

     Me miró y sonrió. Un diente de oro brilló en su boca. Entonces sentí como si me fuera a explotar la cabeza. No podía ser. Ahora lo recordaba. Era el tipo qué había estado conversando con ella antes que bailáramos. Recuerdo que nos observaba todo el tiempo. Luego salí de ese lugar, la fiesta había terminado... Pero mi noche aún no comenzaba. Luego de tomar un par de tragos más, la aparté y la llevé a mi casa. Era definitivamente una mujer irresistible. Nos besamos apasionadamente, subimos a mi dormitorio y pasamos una noche inolvidable. Era lo último que recordaba.

     El cuerpo de la mujer del vestido rojo había sido encontrado mutilado en un sitio de una plaza abandonada no demasiado lejana a donde yo vivía. Yo seguía sin recordar, pero era imposible que hubiese matado a alguien, menos a una mujer como ella, a la cual había amado desde el primer momento en que la había visto. Algo estaba mal, pero mientras no recordara todo, el principal sospechoso era yo. Así me lo dijo también el comisario Ibáñez.


     Pasaron los días y seguía sin poder recordar, era como si me hubiesen borrado la memoria. La evidencia para condenarme no era suficiente, pero seguía siendo el principal y único sospechoso del asesinato de ella. Una lúgubre y gélida celda de la cárcel me esperaba.

     A la semana siguiente estaba en la cárcel. El juez había decidido ponerme en prisión hasta que el caso fuese solucionado en su totalidad. Y si resultaba ser culpable me condenarían a pasar todo el resto de mi vida en aquel horrible recinto. Mientras tanto, debía esperar. Me dejaban salir un par de veces al día, siempre muy bien vigilado, entonces aprovechaba para ir a mi casa y revisar… Revisar si había algo que me hiciese recordar.

     Fue en una de esas oportunidades, mientras revisaba unos viejos libros, que encontré lo que necesitaba. Sobre uno de los estantes vi algo que me llamó la atención pues no encajaba con todas las cosas antiguas que allí había. Era una foto, una instantánea, en la que podía apreciarse mi dormitorio. No recordaba haberla tomado. Pero había en ella algo muy extraño y que me dejó atónito. Un sujeto llevaba bajo el brazo un cuadro, y en su mano libre… ¡Un revólver! Se podía apreciar claramente que apuntaba hacia la persona que tomó la fotografía. Mientras, en un costado, era posible ver parte de la cama y… ¡unos pies! ¡Mis pies! Ya no había ninguna duda en mi mente. La persona que había tomado aquella foto era ella. Volví a mirar al sujeto de la foto, en la cual sólo había reparado en el revólver. Era el tipo del diente de oro. ¡Era Pedro Salamanca!

     Le mostré la fotografía al comisario Ibáñez. Su rostro lo decía todo, estaba perplejo. No podía creer que su amigo Pedro hubiese cometido el crimen. Tomó la fotografía, se levantó de la silla y comenzó a pasearse sin dejar de mirar la evidencia que culpaba a su amigo.

     Mientras tanto me percaté de un detalle que no había venido antes a mi mente. Aquella noche en la que el comisario había ido a mi casa yo había observado mi dormitorio y me había dado cuenta de que faltaba algo, pero no había sabido qué era exactamente. Ahora lo sabía. Era el cuadro.

     Me dejaron en libertad y Salamanca tuvo que confesar todo ante la evidencia. Enamorado perdidamente de la mujer del vestido rojo, la había visto coquetear conmigo, y entonces, arrastrado por unos celos enfermizos y un arrebato incontenible de locura, puso unos alucinógenos en mi trago. Ahora entendía por qué me era tan difícil recordar, y por qué mis recuerdos eran tan extraños. Salamanca continuó su relato. Luego de ver que había salido de la fiesta con ella, nos siguió hasta mi casa y esperó toda la noche, pues sabía que el efecto de los alucinógenos y el alcohol me tendrían casi inconsciente en mi cama luego de unas horas. Es por ello que no recordaba nada luego de haber estado con ella. Una vez que estuvo seguro de que yo dormía en estado semi inconsciente, Salamanca entró en la casa y la vio dormida junto a mí. Su cólera creció hasta convertirse en una locura irracional, entonces se percató de que ella despertaba. Pero algo llamó su atención antes. Mi cuadro.

     Hace mucho tiempo que lo había pintado, representaba una mujer de la época barroca, de hermosos ojos y cabellera castaña. El fondo era un hermoso salón de palacio, semejante a los salones de Versalles. Esto debió inquietar a Salamanca, preso como estaba de su arrebato de locura. Debió encontrar un gran parecido entre la dama de mi pintura y la mujer del vestido rojo, entonces, para no atormentarse más, decidió sacar de ahí aquel cuadro. Fue entonces cuando ella se levantó e intentó despertarme. Pero al ver que no reaccionaba, tomó mi cámara fotográfica y enfocó a Salamanca, al tiempo que éste apuntaba y disparaba su revólver.

     Salamanca tomó la fotografía con la intención de romperla, pero al ver que ella comenzaba a sangrar demasiado, la dejó sobre el estante en el cual la encontré. Entonces arrojó lejos el cuadro y salió con el cuerpo de la víctima, lo subió cuidadosamente a su vehículo y se dirigió hacia su casa. Al ver lo que había hecho, la locura se apoderó completamente de él, y en un acto horrible, descuartizó el cuerpo de la mujer a la que tanto había deseado y lo escondió en algún lugar oculto de una plaza.

     Luego contó que para no dejar rastro de sangre, había usado el vestido de la mujer y unas toallas, por ello, no había rastro de sangre en su casa. Pero cometió el error de botarlos cerca de donde había tirado el cuerpo, en la misma plaza abandonada. Un vestido teñido de sangre lo culpaba. De esta manera el caso quedaba resuelto, y Salamanca era condenado a cadena perpetua. Pero debido a su estado de demencia, fue trasladado a un sanatorio, donde pasó el resto de sus días.

     Por mi parte, seguí mi vida normal, aunque ya nunca más pude ser la persona que era antes. Para recordar a la mujer a la que el destino arrancó súbitamente de mi vida, solía pasear por los jardines cercanos al hotel donde había tenido lugar la fiesta en donde la conocí. Nunca más conocí una mujer como ella, sin embargo, pude amar a otras mujeres, aunque no con la misma intensidad, casarme y formar una familia.


     En uno de mis paseos vespertinos, recorrí una exposición de pinturas de artistas de la ciudad. Para mi sorpresa, uno de los cuadros que allí había era el que yo había pintado. Pero había sido retocado. La mujer ya no lucía el vestido blanco que yo pintase, llevaba ahora un vestido rojo. Observé en detalle la pintura y me convencí de que era la mía, sin embargo, al mirar con detención los ojos de la mujer, reconocí a... sí, la reconocí a ella. Era ella, no había duda de eso, y estaba dentro de aquel retrato. Miré sus ojos, aquellos ojos cuya profundidad insondable me hicieran perder la cabeza, y en ese momento, en mi mente, tal como si estuviera hablándome al oído, sentí su voz que me decía: “Te amo”. Era ella. Era la mujer del vestido rojo.

por M.

sábado, 11 de junio de 2011

Nocturna fantasía

        
            Arden cirios en el horizonte
            Centauros cabalgando sin luna
            Una sombra que de golpe
            Se ha robado la locura

            Lago gris
            Mar en clama
            Taciturno aprendiz
            He aquí tu alma

            Una fría noche boreal
            Luciérnagas vagando ciegas
            Un suspiro que se ha de olvidar
            Arlequines, mozos y labriegas

            Sueño de la noche
            Diurna fantasía
            Pasional derroche
            Silenciosa agonía

            El lago gris se aleja
            Es la aurora en el mar
            Ya tu mirada se refleja
            Y el ciclo vuelve a comenzar

            por M.

Mensaje de bienvenida

Hola a todos, sean bienvenidos a este modesto espacio dedicado al pensamiento. En él podrán encontrar una serie de escritos, enlaces y notas, entre otras cosas, todo ello orientado hacia las humanidades y las artes. Se publicarán ensayos, poemas, cuentos, reseñas y párrafos de temática variada. Podrán encontrar ensayos de filosofía y de historia; poemas y cuentos; reseñas y comentarios; o simplemente, la sugerencia de una canción, una obra musical o alguna pintura. La idea es que este espacio sea una pequeña ventana a la cultura, al pensamiento y las emociones humanas, un lugar en donde las letras puedan expresar su intencionalidad y donde el lector pueda contribuir, ya sea mediante comentarios o sugerencias, al desarrollo de esta página.

La literatura, la poesía, el arte y la música son los medios de los que se vale el ser humano para expresar lo más valioso de su interioridad, el espíritu que subyace en cada uno de nosotros - ese bardo que llevamos oculto - y que se conecta con una naturaleza más allá de lo meramente físico o material. Es así, el lenguaje del alma, un código universal que nos enseña a ver la vida en su totalidad. Nuestro objetivo es compartir esta expresión, a través de este espacio, y provocar una reflexión en torno a la literatura, la filosofía y el ser humano en general. Esperamos que disfruten su paso por aquí.

Salut.