martes, 3 de julio de 2012

El espejo de Argel


Eres la única a la que he amado. Sí, del verbo amar, ese que tan bien tú conoces. Pero no sé si eres o fuiste, no sé si soy o seré. Sólo hay un recuerdo, ese trocito de espejo roto que me regalaste el día en que no te vi más. Dijiste que se te había quebrado, que era una herencia de tu abuela, la que había vivido en Francia y que había tenido un romance con el hijo de Albert Camus. Entonces me contaste la historia. El espejo había pertenecido a Albert, cuando vivía en Argel y era aún un jovencito enfermizo. Pero un buen día se te resbaló de las manos y cayó, hecho pedazos, al igual que mi corazón, el día que me regalaste ese trozo de cristal. Dijiste que me amabas tanto que querías compartir tus siete años de mala suerte conmigo. No creo en supersticiones ridículas, te dije, y me miraste extrañamente, como acostumbran a mirarme todos ahora. Y me dijiste que ya no era el de antes, que ya no te quería, que ni siquiera podía llegar a ser un amigo para ti. Yo me quedé callado, porque no suelo hablar innecesariamente, y porque el silencio es un valor que la vida me ha enseñado. Esa noche me dejaste, para siempre, según dijiste. Pero yo te dije que no, que para siempre no podía ser, que nada era eterno, ni siquiera un adiós, ni siquiera tu adiós. Tomaste tu cartera, esa que yo te había regalado, esa que te gustó tanto, y que tantos besos me valió. Desapareciste entre la gente, como desaparecen la mayoría de las cosas hoy en día, como desaparecen las vidas y las muertes, como se traga el ruido incesante al grito de amor de un pajarito citadino. Y desde ese momento ya no te vi más, ni a ti ni a nadie, ni siquiera a mí mismo.

Hoy se me ocurrió mirar el trocito de espejo, entonces divisé un resplandor verdoso que se me hizo conocido. Era un ojo. Un ojo que no se reconocía a sí mismo, un ojo apartado de su cuerpo, de su alma y de tu amor. Era un ojo solitario, solitario y verde como un bosque del sur. Como no tenía nada más que hacer, pensé en hablarle a aquel espejo y ver qué pasaba. Nunca he creído en nada raro, pero las cosas cambian con el tiempo. ¿Quién eres? Le pregunté al trocito de espejo. Un extraño, respondió el ojo. Entonces pensé que quizá aquel espejo era Camus, que quizá él me hablaba a través de ese ojo verde. Ah, le dije, L’etranger, es evidente. Dime una cosa, ¿qué es para ti el amor? Una tarde de sol en Argel, junto al Mediterráneo azul, respondió. ¿Solo? No. ¿Acompañado de una mujer?, pregunté. María, contestó. ¿La Virgen? Luego de unos instantes de silencio, la voz volvió a hablar. ¿Acaso queda en el mundo algo que permanezca puro? Hay gente que tiene fe, respondí. Y tú, ¿tienes fe? Hace mucho que la perdí, le dije. ¿Cómo se llamaba? Dudé un momento y contesté. Su nombre será lo único que callaré esta vez. ¿Es que acaso tienes fe en el amor?, le dije. Tengo fe en ti, me dijo, en nosotros, en el hombre. Hace mucho que leí tus libros, respondí. No esperes que lo recuerde todo. ¿Qué recuerdas?, preguntó. Un adiós, le dije, un adiós demasiado largo. Pero, ¿terminó? Sí, le dije, terminó. ¿Cómo? Con un ruido, un ruido sordo. Una bala que mató a la eternidad. ¿Dónde está ella?, me preguntó. Se fue, le dije. ¿La amas? Nunca he dejado de hacerlo. ¿La conociste? Eso creí, al menos al principio. Ya debes saberlo entonces, me dijo. Sí, lo sé. Es más fácil matar lo que no se conoce. Y tú, ¿te conoces? No sé de qué hablas, le dije. ¿Ves aquél árbol?, me dijo. Sí, respondí. Ya no queda más que una sola hoja en él. Espera a que caiga, habló la voz. Y así lo sabrás. ¿Saber qué?, dije. Sólo el silencio me habló entonces. Miré de nuevo, ya no había ningún ojo en el espejo. El trocito se había vuelto opaco, y había dos letras escritas en él, pero que eran casi imperceptibles. Entonces lo escuché, junto a lo último que me habías dicho, y recordé. El trozo de espejo fue a parar al suelo. Miré alrededor y contemplé el inmenso mar, coloreado de azul y espuma. El atardecer era perfecto, sólo faltaba María. Pero una voz me interrumpió. Era la voz. Mencionó esas dos palabras cuyas iniciales figuraban en el espejo. Entonces sólo vi paredes blancas a mí alrededor. ¿Ves el árbol?, dijo la voz. Sí, respondí, mirando por la única ventana que había. Pero ya no hay ninguna hoja en él.
M.

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